XVIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

San Juan  6, 24-35

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

Ex 16, 2-4, 12-15
Salmo 77
Ef 4, 17.20-24
Jn 6, 24-35



1. La gente busca a Jesús. Así comienza el evangelio de hoy. Jesús se acercaba a la gente, pero esta vez es justo al revés...

Hay algo en Jesús que los atrae, pero todavía no saben exactamente por qué lo buscan ni para qué. Según el evangelista, muchos lo hacen porque el día anterior les ha distribuido pan para saciar su hambre.

El Señor acoge a las personas pero les hace ver la intención de su cercanía. No le buscan porque han descubierto su divinidad o su misión, le buscan “porque han comido hasta hartarse”.

Debió ser en la primavera galilea cuando Jesús multiplicó los panes y tomó este hecho como signo de la eucaristía, el sacramento central de los cristianos que instituiría en la última cena.

Juan dice que había mucha hierba en aquel sitio: los campos de Galilea debían estar florecidos y el entusiasmo de la gente se disparó, al ver el milagro que había hecho y quería proclamarlo rey. Entonces, Jesús obliga a los discípulos a subir a la barca e ir a la otra orilla.

Depués de haberles dado de comer Jesús se retira a un lugar solitario a orar. Más tarde caminando sobre las aguas, ya de madrugada alcanza a sus discípulos y calma la tempestad y llega con ellos sanos y salvos a la otra orilla del lago.


2. Las gentes habían visto a los discípulos embarcarse, pero no a Jesús. Por tanto habían creído al principio que Jesús no se había marchado. Sin embargo después, al no verlo por allí, aprovecharon de otras barcas y viajaron también a la orilla opuesta.

Cuando llegaron a Cafarnaúm se admiraron al ver que Jesús ya estaba allí. Le preguntaron entonces cómo lo había hecho para llegar tan pronto, pero Jesús no responde a la pregunta. No quiso explicar la forma milagrosa de cómo cruzó el mar. La vida es demasiado corta para gastarla hablando de viajes. Fue derecho al grano. Y comienza así uno de los discursos mas trascendentales de Jesús. Después del sermón de la última cena, quizás el mas misterioso y que más verdades profundas descubre. Es una catequesis acerca del pan de vida; es el discurso eucarístico, del que acabamos de leer la introducción, discurso por otra parte, tenso y que acabaría en ruptura.


3. También la historia del maná, que los israelitas recogían en las madrugadas en su peregrinación por el desierto --que iba a ser signo de la eucaristía y cuyo origen han tratado de explicar las ciencias naturales-- vino acompañado por ese mismo clima de tensión y polémica. Lo tuvo en sus orígenes, cuando el pueblo echaba de menos las ollas de carne, el pan, los ajos y cebollas de Egipto, y lo mantendrá más tarde cuando aquel maná que inicialmente les sabía a tortas de miel, les parecerá un pan sin sustancia, del que acabarán saciándose.

Esa referencia al maná está muy presente en el inicio del discurso eucarístico. Los oyentes de Jesús le piden un milagro para creer en Él, similar al maná que les dio Moisés. Jesús les hace ver que ese signo no lo dio el gran profeta, sino que es el Padre el que “os dará el verdadero pan del cielo”. Y añade que su signo no es la mera multiplicación de los panes, que tanto había entusiasmado, sino lo que ese signo significa.


4. La gente intuye que Jesús les está abriendo un horizonte nuevo, pero no saben qué hacer, ni por dónde empezar. El evangelista resume sus interrogantes con estas palabras: «¿Qué obras tenemos que hacer para trabajar en lo que Dios quiere?». Hay en ellos un deseo sincero de acertar. Quieren trabajar en lo que Dios quiere, pero, acostumbrados a pensarlo todo desde la Ley, preguntan a Jesús qué obras, prácticas y observancias nuevas tienen que tener en cuenta.

El trabajo que Dios quiere de los hombres es el que creamos en el que Dios ha enviado.

Dios sólo quiere que creamos en Jesucristo pues es el gran regalo que él ha enviado al mundo. Ésta es la nueva exigencia. En esto han de trabajar. Lo demás es secundario.

Este regalo es el “pan de Dios, el que baja del cielo y da vida al mundo”. La gente, entonces como la samaritana junto al pozo, que había pedido beber de esa agua, hace una petición similar: "Señor, danos siempre de ese pan". Jesús une en su respuesta el hambre y la sed, el pan y el agua: "Yo soy el pan de vida, el que viene a mí no pasará hambre y el que crea en mí nunca pasará sed".

No sabemos si el pan que Jesús multiplicó en el desierto sabía mejor o peor que el maná del desierto; es verdad que el pan de la eucaristía se parece a ese pan sin sustancia, del que se acabaron quejando los israelitas en el desierto. Pero aquel pan se ha convertido para el creyente en el pan de Dios, el que baja del cielo y da vida al mundo.

Dios también nos pide a nosotros como a los judíos que creamos en aquel que Él envió, es decir en su Hijo Jesucristo.

Ser cristiano exige hoy una experiencia de Jesús y una identificación con su proyecto que no se requería hace unos años para ser un buen practicante. Para subsistir en medio de la sociedad laica, las comunidades cristianas necesitan cuidar más que nunca la adhesión y el contacto vital con Jesús el Cristo.