XX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

San Juan  6, 51-58

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

Prov 9-1-6
Salmo 33
Ef 5, 15-20
Jn 6, 51-58

1. La sabiduría que, en la primera lectura, nos da a comer su pan y a beber su vino no es otra que la que se encuentra encarnada en Jesús de Nazaret. Pablo, en la segunda lectura, nos vuelve a hablar de vino, pero esta vez nos pide que bebamos pero no nos emborrachemos, que no seamos insensatos sino sabios y nos dejemos llenar del Espíritu de Cristo.

En la sinagoga de Cafarnaún, nos cuenta la tercera lectura, según san Juan, Jesús predica una verdadera homilía acerca de la Eucaristía y la presencia de Cristo en cada uno de nosotros. Podemos imaginarnos el escándalo que sus palabras provocan entre los oyentes judíos: Alguien les habla de comer carne humana y de beber sangre de alguien allí presente. Pero cuando ese Evangelio apareció por escrito ya las comunidades cristianas celebraban la Eucaristía y se sabían a sí mismos como miembros del cuerpo resucitado de Cristo, las dos ideas esenciales que aparecen en este relato evangélico y que son, más bien, palabras del evangelista a los oyentes cristianos que palabras de Jesús a oyentes judíos en una sinagoga.

2. En esta homilía, Jesús se compara con Moisés y se presenta como un Moisés superior a Moisés. Moisés, líder y legislador de Israel, había estado dispuesto, es verdad, a dar su vida por el pueblo y había dado al pueblo, de parte de Dios, el maná en el desierto. Pero aquí Jesús se da Él mismo en comida y bebida para hacerse una sola carne y una sola sangre con el pueblo del que El es líder y pastor. En la Eucaristía Jesús se da en forma sacramental, pero real, a cada uno de nosotros para hacerse una sola cosa con cada uno de nosotros. El cristiano vive con la misma vida de Cristo porque Cristo y él son, desde su bautismo-confirmación, pero sobre todo por la Eucaristía, una sola cosa.

3. Jesús promete que quien se haya hecho una sola cosa con Él, por la Eucaristía, tiene derecho a una resurrección que le permita vivir con una vida para la cual la muerte no sea un final definitivo. No por gusto la Iglesia nos ha puesto esa confesión de fe inmediatamente después de la consagración, en la que proclamamos que creemos en la resurrección de Cristo y en la nuestra.