1. La pregunta de Cristo: “¿Quién dice la gente que soy yo?”, continúa
hoy, a la distancia de veintiún siglos de ser pronunciada por primera vez, con
la misma fuerza y la misma actualidad que en la hora primera. Está claro que
sólo un necio podría atreverse a apartar la figura de Jesús y su mensaje de la
galería de los hombres más ilustres de la historia de la humanidad.
Pero ¿bastara esta admiración y este reconocimiento para que uno pueda
profesarse seguidor de Jesús? La respuesta ha de ser forzosamente negativa y
falso cualquier irenismo que tratare de situar a un mismo nivel de confesión de
fe a los que son creyentes en Jesús, enviado del Padre, libertador y salvador de
los hombres, y a los que se limitaren a exaltar a Cristo como un dechado de
máximas virtudes humanas y a su mensaje como una superior sabiduría. El creyente
se define porque reconoce a Jesús al Mesías de Dios y en su “buena noticia” o
“evangelio” el mensaje de salvación.
Una vez que los discípulos le manifestaron las distintas opiniones que corrían
acerca de él, Jesús pasó a la pregunta decisiva: “Y vosotros, ¿quién decís que
soy yo?”. Ahora los discípulos se callaron. Sólo Pedro respondió. E hizo una
verdadera profesión de fe, afirmando sin vacilaciones la “identidad” de Jesús:
“Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”.
Esta confesión y este reconocimiento explícito de la verdadera “identidad” de
Jesús fue, para Pedro, una auténtica vivencia, en el sentido riguroso de esta
palabra. Y le llevó a conocer su propia “identidad” y su misión, revelada por el
mismo Jesús. Conocer de verdad a Cristo fue, para Simón Pedro, conocerse también
a sí mismo. La revelación de Jesús supuso, de hecho, su propia revelación.
2. Las preguntas de Jesús siguen siendo actuales. Son preguntas dirigidas a cada
uno de nosotros, que resultan insoslayables, estrictamente personales, y que
nadie puede responder por otro, sino que cada uno tiene que contestar desde sí
mismo y por sí mismo. Pero con una respuesta no aprendida de memoria, sino
nacida de la propia experiencia, como en el caso de Pedro.
Tampoco nadie puede negarse a contestar, porque sería lo mismo que responder
mal, como sucede en un examen. No definirse, en el ámbito de la fe, es la manera
más cobarde de definirse en contra. La total indiferencia y la absoluta
neutralidad son realmente “imposibles” con respecto a Jesucristo. Frente a Él,
sólo caben la adhesión o el rechazo. No hay término medio.
Jesús se dirige hoy a cada hombre --a cada uno de nosotros-- con la misma
pregunta, personal e insoslayable: “Y tú, ¿quién dices que soy yo?”. ¿Quién soy
yo para ti? ¿Qué soy y qué significo yo en tu vida? Y cada uno tiene –tenemos--
que saber dar a esta pregunta una respuesta convencida y convincente, aprendida
del Padre que está en los cielos, que es el único que conoce la verdadera
identidad de Jesús.
Si no podemos responder, como Pedro, desde una vigorosa experiencia personal,
respondamos desde la fe de la Iglesia, que cada uno de nosotros gratuitamente
hemos recibido; y convirtamos en petición y en súplica –– en oración confiada--
esa misma respuesta.
3. Hablando del “pan de Vida”, en la sinagoga de Cafarnaúm, Jesús advirtió que
muchos de sus discípulos se quejaban de que sus palabras eran duras. “Desde
entonces, muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él”.
En este contexto, se dirigió a los Doce con una pregunta directa y
sobrecogedora: “¿También vosotros queréis marcharos?”.
En esta ocasión ––como antes, en Cesárea de Filipo-- el único que respondió a la
pregunta fue Simón Pedro. Y lo hizo con la misma entereza y convicción que
entonces, también desde la propia experiencia: “Señor, ¿donde quién vamos a ir?
Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que Tú eres el
Santo de Dios”.
Cristo es el principio y el fin, la raíz viva y la clave de interpretación de
toda forma de vida cristiana. Sólo él arrastra y convence, cautiva y apasiona,
asombra y estremece. Sólo él inspira, a la vez, confianza sin límites e infinito
respeto.
Ante Jesús, se experimenta, al mismo tiempo, indecible amor e inevitable temor
bíblico. Ser cristiano es ser creyente: Creyente en Jesucristo. Y creer en Jesús
no es sólo acoger su mensaje y adherirse fielmente a su doctrina; sino, ante
todo y sobre todo, acogerle como persona: Como verdad total y como sentido
definitivo de la vida, como salvador y como salvación, como razón última de la
propia existencia; entregarse a él de forma incondicional e irrevocable y
ponerse a su entera disposición. Más aún, creer en Jesús es la existencia misma
del cristiano.
Porque el cristiano existe en la medida misma en que cree en Cristo. Para él,
creer es existir. Y existir es creer. Los apóstoles creyeron en Jesús. Se
adhirieron a él incondicionalmente.
4. Creer en Jesús les bastó, desde entonces, para vivir. Por eso, apoyaron en él
toda su existencia. Fascinados por su persona y por su personalidad, lo
abandonaron todo para seguirle, imitándole en su estilo de vida y misión. El
cristiano es alguien que, como los Apóstoles, cree en Jesús y sabe que él es el
Santo de Dios; que ha conocido el Amor que Dios tiene a los hombres, y ha creído
en él; que, desde una vigorosa experiencia de fe, confiesa, con la palabra y con
toda la vida, que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo; que se ha dejado
fascinar por su Persona y por su palabra.
Si ahora nos preguntara Cristo: “¿Quién decís que soy yo?” ¿Qué le
responderíamos? Nuestra misión es dar testimonio, con nuestra vida y palabras,
de que creemos en Cristo crucificado y resucitado. Si la fe es únicamente de
ideas aprendidas de memoria y recitadas casi inconscientemente, no convenceremos
a nadie. Si nuestra fe es únicamente un conjunto de ritos exteriores que ni
comprometen ni expresan de verdad nuestra vida interior, no convenceremos a
nadie.
La segunda lectura de la carta de apóstol Santiago, presenta este problema en
forma perentoria: Muéstrame tu fe por tus obras. Son nuestras actitudes diarias,
continuas, consecuentes, las que manifiestan que de verdad creemos. Como dice
sabiamente nuestro pueblo: Obras son amores, no buenas razones.
Nosotros sabemos que al discípulo no le puede ir mejor que al maestro. Ser
cristiano significa estar dispuesto a dar la vida como testimonio de amor. Jesús
nos dice que si queremos tener derecho a una resurrección como la de él debemos
pasar por donde él pasó, morir como murió él. Ser cristiano hoy, como para los
cristianos de los primeros trescientos años, es apuntarse en una lista para
morir violentamente.
Adherirse este "Mesías" es identificarse con un proyecto de vida y de misión,
hacia el cual todos nosotros sentimos una repulsa natural.