XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

San Marcos 8, 27-35

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

IIs 50, 5-9a
Salmo 114
St 2, 14-18
Mc 8, 27-35

1. La pregunta de Cristo: “¿Quién dice la gente que soy yo?”, continúa hoy, a la distancia de veintiún siglos de ser pronunciada por primera vez, con la misma fuerza y la misma actualidad que en la hora primera. Está claro que sólo un necio podría atreverse a apartar la figura de Jesús y su mensaje de la galería de los hombres más ilustres de la historia de la humanidad.
Pero ¿bastara esta admiración y este reconocimiento para que uno pueda profesarse seguidor de Jesús? La respuesta ha de ser forzosamente negativa y falso cualquier irenismo que tratare de situar a un mismo nivel de confesión de fe a los que son creyentes en Jesús, enviado del Padre, libertador y salvador de los hombres, y a los que se limitaren a exaltar a Cristo como un dechado de máximas virtudes humanas y a su mensaje como una superior sabiduría. El creyente se define porque reconoce a Jesús al Mesías de Dios y en su “buena noticia” o “evangelio” el mensaje de salvación.
Una vez que los discípulos le manifestaron las distintas opiniones que corrían acerca de él, Jesús pasó a la pregunta decisiva: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Ahora los discípulos se callaron. Sólo Pedro respondió. E hizo una verdadera profesión de fe, afirmando sin vacilaciones la “identidad” de Jesús: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”.
Esta confesión y este reconocimiento explícito de la verdadera “identidad” de Jesús fue, para Pedro, una auténtica vivencia, en el sentido riguroso de esta palabra. Y le llevó a conocer su propia “identidad” y su misión, revelada por el mismo Jesús. Conocer de verdad a Cristo fue, para Simón Pedro, conocerse también a sí mismo. La revelación de Jesús supuso, de hecho, su propia revelación.

2. Las preguntas de Jesús siguen siendo actuales. Son preguntas dirigidas a cada uno de nosotros, que resultan insoslayables, estrictamente personales, y que nadie puede responder por otro, sino que cada uno tiene que contestar desde sí mismo y por sí mismo. Pero con una respuesta no aprendida de memoria, sino nacida de la propia experiencia, como en el caso de Pedro.
Tampoco nadie puede negarse a contestar, porque sería lo mismo que responder mal, como sucede en un examen. No definirse, en el ámbito de la fe, es la manera más cobarde de definirse en contra. La total indiferencia y la absoluta neutralidad son realmente “imposibles” con respecto a Jesucristo. Frente a Él, sólo caben la adhesión o el rechazo. No hay término medio.
Jesús se dirige hoy a cada hombre --a cada uno de nosotros-- con la misma pregunta, personal e insoslayable: “Y tú, ¿quién dices que soy yo?”. ¿Quién soy yo para ti? ¿Qué soy y qué significo yo en tu vida? Y cada uno tiene –tenemos-- que saber dar a esta pregunta una respuesta convencida y convincente, aprendida del Padre que está en los cielos, que es el único que conoce la verdadera identidad de Jesús.
Si no podemos responder, como Pedro, desde una vigorosa experiencia personal, respondamos desde la fe de la Iglesia, que cada uno de nosotros gratuitamente hemos recibido; y convirtamos en petición y en súplica –– en oración confiada-- esa misma respuesta.

3. Hablando del “pan de Vida”, en la sinagoga de Cafarnaúm, Jesús advirtió que muchos de sus discípulos se quejaban de que sus palabras eran duras. “Desde entonces, muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él”. En este contexto, se dirigió a los Doce con una pregunta directa y sobrecogedora: “¿También vosotros queréis marcharos?”.
En esta ocasión ––como antes, en Cesárea de Filipo-- el único que respondió a la pregunta fue Simón Pedro. Y lo hizo con la misma entereza y convicción que entonces, también desde la propia experiencia: “Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios”.
Cristo es el principio y el fin, la raíz viva y la clave de interpretación de toda forma de vida cristiana. Sólo él arrastra y convence, cautiva y apasiona, asombra y estremece. Sólo él inspira, a la vez, confianza sin límites e infinito respeto.
Ante Jesús, se experimenta, al mismo tiempo, indecible amor e inevitable temor bíblico. Ser cristiano es ser creyente: Creyente en Jesucristo. Y creer en Jesús no es sólo acoger su mensaje y adherirse fielmente a su doctrina; sino, ante todo y sobre todo, acogerle como persona: Como verdad total y como sentido definitivo de la vida, como salvador y como salvación, como razón última de la propia existencia; entregarse a él de forma incondicional e irrevocable y ponerse a su entera disposición. Más aún, creer en Jesús es la existencia misma del cristiano.
Porque el cristiano existe en la medida misma en que cree en Cristo. Para él, creer es existir. Y existir es creer. Los apóstoles creyeron en Jesús. Se adhirieron a él incondicionalmente.

4. Creer en Jesús les bastó, desde entonces, para vivir. Por eso, apoyaron en él toda su existencia. Fascinados por su persona y por su personalidad, lo abandonaron todo para seguirle, imitándole en su estilo de vida y misión. El cristiano es alguien que, como los Apóstoles, cree en Jesús y sabe que él es el Santo de Dios; que ha conocido el Amor que Dios tiene a los hombres, y ha creído en él; que, desde una vigorosa experiencia de fe, confiesa, con la palabra y con toda la vida, que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo; que se ha dejado fascinar por su Persona y por su palabra.
Si ahora nos preguntara Cristo: “¿Quién decís que soy yo?” ¿Qué le responderíamos? Nuestra misión es dar testimonio, con nuestra vida y palabras, de que creemos en Cristo crucificado y resucitado. Si la fe es únicamente de ideas aprendidas de memoria y recitadas casi inconscientemente, no convenceremos a nadie. Si nuestra fe es únicamente un conjunto de ritos exteriores que ni comprometen ni expresan de verdad nuestra vida interior, no convenceremos a nadie.
La segunda lectura de la carta de apóstol Santiago, presenta este problema en forma perentoria: Muéstrame tu fe por tus obras. Son nuestras actitudes diarias, continuas, consecuentes, las que manifiestan que de verdad creemos. Como dice sabiamente nuestro pueblo: Obras son amores, no buenas razones.
Nosotros sabemos que al discípulo no le puede ir mejor que al maestro. Ser cristiano significa estar dispuesto a dar la vida como testimonio de amor. Jesús nos dice que si queremos tener derecho a una resurrección como la de él debemos pasar por donde él pasó, morir como murió él. Ser cristiano hoy, como para los cristianos de los primeros trescientos años, es apuntarse en una lista para morir violentamente.
Adherirse este "Mesías" es identificarse con un proyecto de vida y de misión, hacia el cual todos nosotros sentimos una repulsa natural.