1. Los discípulos que seguían a Jesús se espantaron, dice el texto evangélico de
Marcos, y
añade que se preguntaban unos a otros: “Entonces, ¿quien puede salvarse?”.
El espanto, primero, y la interrogación después, estaban más que justificados.
Jesús había
dicho: “¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios!”. Y
por si fuera
poco, había remachado el clavo: “Hijos, ¡qué difícil le es entrar en el Reino de
Dios a los
que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el
ojo de una
aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios”.
2. Tendríamos que preguntarnos, para comenzar, si hoy nos invade o no el espanto
ante estas
afirmaciones de Jesús y si ponderamos o no las dificultades del rico para llegar
a la
salvación de Dios. ¿No será que hemos entretejido demasiadas glosas a estas
palabras de
Cristo? ¿O que hemos apuntalado excesivos distingos y matices? De puro sabidas,
las
palabras de Cristo han perdido mordiente: las glosas y las distinciones nos han
curado de
espantos. Y hoy, esas tremendas palabras son sólo palabras cuando no
“exageraciones” o
hipérboles de la lengua semita. ¿Qué pasaría si de verdad, con seriedad y sin
oratorias, se
nos dijera en los templos que les va a ser difícil, muy difícil, a los ricos
entrar en el
reino de Dios? ¿Qué pasaría si cada uno de nosotros nos tomáramos en serio esas
palabras de
Jesús? Mientras esas palabras no nos traigan espanto y pongan en cuarentena
nuestra
salvación, habrá que seguir pensando que sabemos mucho de glosas y de matices. O
que, para
echar balones fuera, nos acogemos pronto al expediente de calificaciones de
demagógicas.
3. Y sin embargo no lo son. Esta muy equivocado quien opina que el mensaje de
Cristo es
mensaje de tranquilidad, de quietud del espíritu, de amor suave a base de
palmaditas en la
espalda. En el texto de la Carta a los Hebreos se nos dice hoy que “la palabra
de dios es
viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante... ”Se nos dice
que nada
está oculto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas”. No cabe, pues,
tomar las
palabras de cristo ni como demagógicas, ni como hiperbólicas, ni como
exageraciones. No
cabe – ¡mucho menos aún!-- pretender que el Evangelio esté exento de durísimas
exigencias
en muchos campos y, de modo muy particular, en lo referente a las riquezas.
¿Entonces?
4. La respuesta se apoya en toda una larga línea del pensamiento bíblico y de
los
criterios del Evangelio. Las riquezas son un obstáculo formidable para la
salvación porque
conducen con extrema facilidad a que el hombre sitúe toda su confianza en ellas
y reduzca a
nada su necesidad de dios. Las riquezas llevan al poder; el poder, a la
explotación de
nuestros prójimos, a la injusticia, a la ambición. Son ––en el pensamiento de
Jesús como
una divinidad ante cuyo altar el hombre se esclaviza y se ciega; y ciego y
perdida la
primigenia dignidad humana, ¿qué hay de extraño en que el rico-poderoso atente
contra la
dignidad de otros hombres, tenga cerrados los ojos ante la realidad que le rodea
y no vea
el hambre, ni la injusticia, ni la falta de trabajo, ni la desesperación de los
pobres?
5. No es imposible el ser rico y ser seguidor de Jesucristo, es cierto. Y el
texto
evangélico de hoy lo dice muy expresamente: pero ––y también esto lo dice-- se
trata de un
verdadero “milagro”, de una posibilidad erizada de mil dificultades. Al rico,
más que a
ningún otro hombre, le corresponde revisar su vida y su actuación desde
“sabiduría” del
mensaje para detectar cuanto en el uso y propiedad de sus riquezas haya de
inmoral, de
injusto, de insolidario, de explotación, de rebajamiento de su propia dignidad y
de la
dignidad de los otros. Lo radicalmente evangélico es lo que dice Jesús: “Vende
lo que
tienes y dale el dinero a los pobres”. Pero, si no nos atrevemos a tanto, hemos
de estar
más que alertados al fiel cumplimiento de lo mandado: no mataras, no robaras, no
estafaras.
Porque el poder del dinero –y ahí están los hechos de todos los días-- conduce
fácilmente a
todos esos atropellos.