XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

San Marcos 46b-52

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

Jr 31, 7-9
Salmo 125
Hb 5 , 1-6
Mc,46b-52


1. Dos ideas podríamos subrayar de las lecturas de este domingo que hemos proclamado: la
mención de que hay ciegos entre los salvados por Dios de su atadura y la explicación de que
la intervención de Dios es para salvar. El Mesías que en nombre de Dios reunirá al
disperso, golpeado y herido pueblo de Dios, hará presente sobre todo el que Dios es Padre y
liberador, que la redención de Dios se nota en que el pueblo se siente de verdad liberado
de todo lo que de verdad lo ata, sean ataduras físicas, morales, políticas o sociales.
Dios, el Dios de Israel, el Dios de Jesucristo, el Dios que se nos revela diáfanamente a
través de las palabras y acciones de Jesús, es un Dios que se mueve llevado por el amor y
la misericordia hacia su pueblo. Un dios que amenace o atemorice puede ser cualquier cosa
menos el Dios que se nos revela y se encarna en Jesús de Nazaret.

2. El Evangelio hoy nos pone ya a Jesús en su “subida” a Jerusalén con todo lo que allí
sucedió. Jesús se proclama, por medio de acciones simbólicas, pero claras, el Mesías de
Israel; hace las cosas que, según toda la mentalidad popular de su época, tenía que hacer
el Mesías: Curar ciegos, entrar triunfante en Jerusalén, anunciar el triunfo escatológico
(definitivo y final) de Dios en medio de su pueblo.
Jesús no discute el título que Bartimeo le da mientras es ciego, simplemente da la vista a
un hombre que cree en Él y lo sigue. En donde el mal se enfrenta con Cristo, en este caso
la ceguera, el mal es el que quedará plenamente vencido, porque debe quedar claro que en
Cristo empieza ya a reinar en el mundo y el mal queda fundamentalmente vencido. Jesús no
pide al ciego que se resigne a su enfermedad ni le elabora teorías según las cuales Dios
sabe por qué lo ha hecho ciego y qué piensa sacar de esa ceguera del pobre Bartimeo, Jesús
lo cura, y punto.

3. Un ciego de nacimiento es una gran pobreza y una gran tristeza. No haber visto una luz,
un color, un cielo azul, un bello rostro, una mirada amistosa, una sonrisa serena. Puede
suplir con los paisajes interiores, pero nunca sabrá cómo es el color de la rosa.
Ciego de nacimiento es el hombre. Todos padecemos de ceguera. Ciegos nuestros ojos y
turbios y enfermos y cansados. Estos ojos nuestros ven las cosas, quizá demasiadas. Vemos
cosas, objetos o máquinas. Vemos llagas, lágrimas o pobrezas. Vemos riñas, esclavitud o
degradación ¿No hemos sentido nunca la necesidad de cerrar los ojos o apagar la televisión?
No queremos ser enteramente negativos. Estos ojos nuestros han visto también muchas cosas
buenas. ¡Podemos recordar tantas maravillas! tantos gestos limpios y gratuitos, a tanta
vida que nace, a tanto amor que crece, a tanto esfuerzo que crea, a tantos horizontes hacia
los que se camina.
Pero podemos seguir afirmando nuestra ceguera. Vemos muchas cosas, es verdad, pero se nos
escapan las más importantes. Nuestros ojos pueden parecerse a los que se fijan en las
apariencias, pero no ven el corazón. Nuestros ojos, viendo, no ven. No ven el corazón de
las cosas, el corazón de las personas, el misterio de la vida.
No son suficientes nuestros ojos. Ni son suficientes los grandes telescopios o los grandes
microscopios. Con ellos seguimos viendo cosas, materia, apariencia, pero no vemos el
corazón. Para ver el corazón se necesitan otra luz y otros ojos, los ojos del corazón.
“Sólo se ve bien con el corazón”.
Los grandes físicos, que son pequeños místicos, ven en los átomos la antesala del misterio.
Las cosas son signos, hay que captar el significado. Tampoco conocemos a las personas; es
claro que nos fijamos en las apariencias. A veces, cuando nos dejan hablamos de sus
valores. Pero ¿quien valora hoy a los pobres, a los niños, a los ancianos, a los
deficientes? Se necesita tener los ojos del santo para ver en todos ellos un sacramento de
Cristo.

4. La vida es sacramento, pero nos quedamos en los accidentes: Un poco de pan, pero sin
captar la presencia de lo divino; un objeto, un regalo, pero sin captar la presencia del
amigo; un objeto, una persona, pero sin captar su dignidad inapreciable; un fracaso, un
sufrimiento, pero sin captar el valor liberador de la cruz; una sonrisa, una alegría, pero
sin captar el dinamismo de la gracia.
Lo verdaderamente importante se nos escapa, como se nos escapa la gracia del detalle, el
valor de las cosas pequeñas. Venga a fijarnos en las grandezas y no vemos la importancia de
las cosas sencillas, esas cosas que son el tejido de nuestra vida. Queremos ver a Dios,
como Elías, en el fuego, en el terremoto o en el huracán, y no se daba cuenta de que Dios
estaba en la brisa.
Somos ciegos incluso para nosotros mismos. Nos da miedo mirarnos al espejo de nuestra
verdad y no sólo cultivamos las apariencias, sino que vivimos en ellas. Vemos de nosotros
la imagen que nos vamos formando, no la realidad, la máscara y el personaje, no la persona.
Por eso nos molesta tanto cuando alguien nos hace ver lo que somos: “Mira, hermano, que tú
no eres tan guapo, ni tan listo, ni tan bueno. Fíjate bien en tus intenciones y en tus
verdaderos deseos. ¿No te das cuenta de que te buscas a ti mismo en todo, que eres un
mezquino, un envidioso, un ególatra, un egoísta? ¿No te das cuenta que eres un pobre ciego?
No te das cuenta de que tú eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo.
Te aconsejo que me compres... colirio para que te des en los ojos y recobres la vista”.
Es verdad que sólo los santos se conocen bien a sí mismos, porque se han curado los ojos
con el colirio del Espíritu
Somos ciegos porque no vemos a Dios. Buscamos constantemente nuevas pruebas y exigimos más
y más signos: Si hubiera otra aparición; otra palabra, otro milagro... Y, sin embargo, Dios
ya nos lo ha dicho todo, y no se darán más signos que el de Jonás. Y, sin embargo, Dios
está ahí, en las estrellas y en el agua que acaricia; en el beso de la madre, en la sonrisa
del niño; en el servicio generoso y en el pobre indefenso; y en la salud gratificante y en
la enfermedad que crucifica; en toda alegría y en todo dolor; en todo abrazo y en todo
amor. Dios está aquí, como presencia envolvente y como realidad íntima. Dios está aquí,
acariciándome y penetrándome. Dios está aquí; hasta lo podría sentir y respirar... Pero
estoy ciego.

5. Y todavía se te pide más: Que no sólo veas a Jesús, sino que veas como Jesús. Esa sí
que sería una curación: Que veas las cosas, los hechos y las personas como Jesús los ve;
con la comprensión, la profundidad y el amor con que Jesús los ve. Todo sería tan distinto.
¡Ver con los ojos de Jesús, ver con el corazón de Jesús!
No sé si se podría pedir algo más en el camino de la fe. Quizá se podría pedir no sólo que
vieras como Jesús, sino que iluminaras como Jesús, que llegaras a ser luz. ¿Es mucho pedir?
¿No nos ha dicho el Señor que también nosotros somos la luz del mundo? Aunque sea una luz
pequeñita y participada, todos estamos llamados a curar a los ciegos, a iluminar las
tinieblas, a ser luz. Nos lo recordaba también san Pablo: “Ahora sois luz en el Señor”. Y,
por si acaso no nos enteramos, san Juan nos advierte: “Quien ama a su hermano permanece en
la luz”. O sea, que el amor y la luz se complementan. Ama y serás luz.