II Domingo de Pascua, Ciclo C
San Juan 20, 19-31

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

Hch 5, 12-16
Salmo 117, 2-27
Ap 1, 9-11a.12-13.17-19
Jn 20, 19-31

1. - Hoy celebramos la octava de Pascua. No queremos que la Pascua termine. Es un misterio que no se agota. Es el deseo de eternizar la fiesta. Algo más que un deseo. Cristo es la fiesta, Cristo es el día que no pasa.
Todas las oraciones y lecturas de la celebración de este domingo siguen teniendo un sentido bautismal-penitencial, y de resurrección.
La resurrección, la ascensión y la venida del Espíritu Santo (la difusión de la fuerza que mueve a Dios) se celebraban, originalmente, el mismo domingo de resurrección; sólo el deseo de ir desenvolviendo todo el misterio, todo el contenido teológico, involucrado en el acontecimiento de la resurrección de Cristo, fue creando las distintas celebraciones que ahora tenemos. Fue una forma de llenar con un nuevo sentido, adquirido en Cristo, fiestas judías y paganas de la época. La primera mitad del Evangelio de este domingo es un recuerdo de la época en que la resurrección, la ascensión-exaltación de Jesús como Señor y la difusión del Espíritu Santo se celebraban en la misma fecha.
El Bautismo era el único recurso que la primera comunidad cristiana tenía para el perdón sacramental de los pecados. Es a ese perdón al que se refiere la primera parte del Evangelio de la celebración dominical de hoy. La difusión del Espíritu Santo de la que también se habla allí se refiere a la que iba unida al Bautismo-Confirmación-perdón de pecados y renacimiento a una vida que conllevaba lo que se llamaba en ese tiempo la iniciación cristiana.

2. - Tomás nos representa a todos nosotros, porque o le creemos a los testigos primeros de la resurrección, la primera comunidad cristiana, o nos quedaremos sin creer, si exigimos experiencias personales nuestras para creer. No es que Tomás no creyera y los otros sí; el Evangelio nos dice claramente que ninguno de los doce apóstoles creía en la resurrección.
Según Lucas, los otros diez no creyeron ni siquiera después de haber visto y tocado a Jesús resucitado. El pecado de Tomás está no en no creer en Jesús o en su resurrección, sino en no creer a los otros diez apóstoles, que constituían la primera comunidad de seguidores inmediatos de Jesús. Aunque todos ustedes hayan visto, si yo no veo, no creo; aunque todos ustedes hayan tocado, si yo no toco, no creo, viene a decir Tomás.
La frase final de Jesús: “Bienaventurados los que sin ver creyeren”, es una verdadera descalificación, por parte del mismo Jesucristo, a todo nuestro afán moderno de andar creyendo en apariciones extraordinarias. Una vez más, Jesús nos repite en la liturgia de este domingo: “Bienaventurados los que sin ver creyeren”.

3.- La primera lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles, nos señala cómo debieran vivir los que dicen que han sido con-resucitados con Cristo por el bautismo. Los hermanos, los creyentes –aún no se ha acuñado el nombre de cristiano-- están empezando a vivir una vida nueva, la de Cristo resucitado. El ideal es que los cristianos compartamos, por amor, cuanto tenemos y somos.
Entonces, como los primeros cristianos, como nos cuenta esa lectura primera, seremos bien vistos por todo el pueblo, porque nuestra vida será un testimonio, claramente visible, de lo que decimos creer. Decimos que somos una "comunidad", pero no ponemos ni tenemos nada en común cuando por amor lo compartamos todo se superará esa incoherencia que existe entre nuestra vida diaria y la fe que decimos profesar. ¿Cómo podríamos padecer de racismo, de xenofobia, de segregacionismo o de machismo, si creyéramos eficazmente en que en Cristo Jesús no hay hombre ni mujer, judío o griego, esclavo o libre, porque todos somos uno en Cristo Jesús? Porque Cristo no está dividido y todos somos miembros de su único cuerpo.

4. En la segunda lectura, san Pedro nos habla de cómo, por el bautismo-resurrección, hemos nacido de nuevo. Esta vida nueva se desarrolla en la esperanza, con metas e ideales elevados; en la fe que se prueba en las dificultades de cada día. La pascua es, pues, nacer y crecer en la vida de la fe, la esperanza y el amor.
El trozo de la primera carta de Pedro acaba subrayando el que somos gente que ama y cree en Cristo “sin haberlo visto” físicamente y sin exigir verlo. ¿Somos, como lo quiere Cristo y como lo quiere Pedro, de los bienaventurados porque creen sin haber visto?, o ¿exigimos milagrerismo sensacional, apariciones, señales raras, para creer? Recordemos que el milagro no crea la fe, sino que la presupone sólo quien tiene fe ve, en algo milagro.
Cristo esta en medio de nosotros. No contempla la vida como espectadores, desde fuera. Cristo esta en el centro de nuestra vida, de nuestro dolor, de nuestra alegría y nuestra esperanza. Esta realidad es un estilo de vida
¿Es nuestra vida diaria una señal visible de nuestra fe, que hace a otros posible y deseable hacerse cristianos, o es un anti-testimonio que haría avergonzarse a los apóstoles y primeros cristianos? ¿Es mi vida una vida comunitaria o vivo en el más escandaloso individualismo que pone a Cristo como pretexto para no compartir nada con nadie?