VI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Antonio Izquierdo   

 

 

Primera: Jer 17, 5-8; Segunda: 1Cor 15, 12.16-20; Evangelio: Lc 6, 17.20-26

NEXO ENTRE LAS LECTURAS

Parece entreverse en las lecturas una antítesis. Se contraponen la bendición para quien confía en Dios a la maldición para quien confía en el hombre (primera lectura, salmo responsorial). Lucas en el evangelio opone la dicha de los pobres y hambrientos, de los que lloran y son odiados a los ayes de los ricos y de los satisfechos, de los que ríen y de los que son alabados por todos. Finalmente, en la segunda lectura, se da una contraposición entre los que no creen en la resurrección de los muertos (algunos corintios) y los que en ella creen, ya que Cristo ha resucitado (Pablo y toda la tradición cristiana).

MENSAJE DOCTRINAL

Bendito quien confía en el Señor. La vida humana es un ejercicio continuo de confianza. Los hijos confían en sus padres, los padres en los hijos. El esposo confía en la esposa y viceversa. El alumno confía en el maestro, y el viajero aéreo confía en el piloto del avión... En la vida espiritual toda la confianza se ha de poner en Dios, porque esa vida es completamente obra de Dios, los hombres son sólo colaboradores. Puedo confiar en un sacerdote, pero en cuanto representa el poder, la bondad y la misericordia de Dios; puedo poner mi confianza en una religiosa, en un catequista, en la Palabra de Dios, en los sacramentos, pero no es tanto en ellos cuanto en el Dios que a través de ellos me habla, en el Dios que me comunican. Si pusiera sólo mi confianza en el sacerdote, religiosa, catequista, Biblia, sacramentos, sin llegar hasta Dios, tarde o temprano esa confianza se apagaría, quedaría decepcionado de todos ellos, mi vida perdería su brújula y su rumbo, y comenzaría a ser juguete de mí mismo y del ambiente que me rodea. La liturgia de hoy nos lo enseña mediante antítesis, a primera vista desconcertantes, pero que tienen un único fondo: confianza en Dios o confianza en los medios humanos. El pobre, el hambriento, el que llora y el que es odiado, es llamado dichoso porque, al no tener seguridades humanas, pone toda su confianza en el Señor (evangelio). La primera lectura nos dice que el que confía en el Señor es como un árbol plantado junto al agua, su follaje se conserva verde, y en año de sequía no deja de dar fruto. Es decir, Dios le infunde constantemente vida, juventud, dinamismo, que fructifican en buenas obras. Y ¿quiénes pueden creer en la resurrección de los muertos, sino aquéllos que confían totalmente en que Dios ha resucitado a Jesucristo, como primicia de quienes duermen el sueño de la muerte? (segunda lectura).

"Maldito" el que confía en el hombre. Conviene aclarar que aquí no se habla del hombre "como mediador" entre Dios y los hombres, sino que se refiere a las cualidades, a las fuerzas y a las seguridades humanas, a los medios humanos, sean los míos, sean los de otros. En el campo espiritual, el poner la confianza en las "cosas humanas" termina en fracaso seguro. Por ello, el rico, el satisfecho, el que ríe y el que es por todos alabado, es llamado "maldito", no porque sea rico, satisfecho..., sino porque pone su seguridad en su riqueza, su satisfacción, su diversión, la alabanza humana; es decir, confía en sí y en sus cosas, y no en Dios (evangelio). Igualmente, el que confía en el hombre o en sí mismo es como un cardo en la estepa, seco y sin fruto. O sea, una vida estéril, improductiva para el Reino de Cristo. En la primera carta a los corintios, san Pablo habla de algunos que no creen en la resurrección de los muertos. ¿Por qué no creen, sino porque confían demasiado en los consejos de la sabiduría humana, de la propia inteligencia, de la evidencia de los sentidos?


SUGERENCIAS PASTORALES

Una nueva escala de valores. Los valores son como el cimiento de una vida. ¿Cuáles son esos valores que priman hoy en muchos hombres de nuestro tiempo, en los que ponen, sino toda, casi toda su confianza? Un valor, por ejemplo, es sobresalir por encima de los demás, batir records, entrar en el libro de los Guiness. Los campos para sobresalir son muy variados: los deportes, la música, la ciencia, la invención tecnológica, la literatura, la medicina, incluso el crimen, o cualquier otra cosa de la vida real de los hombres. Lo importante es sobresalir, llamar la atención, ser visto por los demás, salir en la tele o en los periódicos. ¿Por qué no "sobresalir" en la confianza en Dios? ¿Por qué no confiar más en Dios que en la propia excelencia musical, científica, literaria, deportiva o delictiva?

Otro valor de nuestra sociedad es la salud. La salud es un gran bien, un don de Dios, pero no puede entronizarse como reina de toda actividad y de todo otro valor. ¿Se puede sacrificar la conciencia a la salud? ¿Es digno del hombre el "culto del cuerpo", descuidando con ello el cultivo del espíritu? ¿Es tan importante la salud de una mujer que a ella se inmole la vida del ser que lleva en sus entrañas? ¿Pero es que la salud es la única, la verdadera fuente de toda felicidad? ¿Acaso no es un bien que se deteriora y se acaba? ¿No es la eutanasia la última consecuencia de una excesiva valoración social de la salud? ¿Y qué sentido tiene, entonces, el dolor, la enfermedad, sobre todo la crónica o la terminal? Confiar ciegamente en la salud es confiar en un fundamento inconsistente. ¡Qué bellamente canta el salmista: "Confiaré en el Dios de mi salud, de mi salvación"! Examinemos nuestros valores, aquello en lo que ponemos nuestra confianza y seguridad en la vida. ¿Tendremos que cambiar nuestra escala? ¿Habrá que hacer, tal vez, algún reajuste?

Entre realidad y esperanza... La dicha, la felicidad de quien confía en el Señor (los pobres, los hambrientos, los que lloran, los odiados por los hombres...), ¿es una realidad ya aquí en la tierra o más bien una proyección para la eternidad en el cielo? En pocas palabras: ¿Puede un hombre, que sufre la pobreza, la enfermedad, el desprecio... ser feliz, si confía en el Señor? La respuesta es claramente afirmativa. Hay millones de hombres y mujeres, en los conventos y fuera de ellos, que viven al día, sin cuenta bancaria, "de la limosna que reciben", a quienes Dios hace felices en su pobreza. Evidentemente, esa felicidad será siempre limitada, pequeña, en espera de la felicidad de llegar a poseer eternamente a Dios, su verdadera riqueza. Hay miles y miles de enfermos que sufren, algunos con dolores indecibles, a quienes Dios les regala una sonrisa siempre fresca y estimulante. Claro que la perfección de esa sonrisa tendrá lugar en el cielo, cuando puedan abrazar definitivamente al Dios de su consuelo. Hay muchos seres humanos que han sido calumniados, olvidados, vejados por sus hermanos, y no guardan rencor alguno, y saben perdonar, y atesoran en su interior una paz y dicha inimaginables. Paz y dicha que lograrán su coronamiento en la otra ribera de la vida, cuando triunfe la justicia y la verdad... Parece claro que las bienaventuranzas evangélicas no son sólo para vivirlas en "el más allá"; son una experiencia que se vive entre la realidad y la esperanza.