Solemnidad de la Ascensión del Señor

Autor: Padre Antonio Izquierdo   

 

 

Primera: Hech 1, 1-11; segunda: Heb 9, 24-28 Evangelio: Lc 24, 46-

NEXO ENTRE LAS LECTURAS

En la solemnidad de la Ascensión el conjunto de la liturgia parece decirnos: "Misión cumplida, pero no terminada". En el evangelio Lucas resalta el cumplimiento de la misión: misterio pascual y evangelización universal. La narración del libro de los Hechos se fija principalmente en la tarea no terminada: seréis mis testigos...hasta los confines de la tierra; este Jesús... volverá... Finalmente, la carta a los Hebreos sintetiza en el Cristo glorioso, sumo sacerdote del santuario celeste, la misión cumplida (entró en el santuario de una vez para siempre), pero no terminada (intercede ante el Padre en favor nuestro...vendrá por segunda vez...a los que le esperan para su salvación).


MENSAJE DOCTRINAL

Jesucristo puede irse tranquilo. La Ascensión no es ningún momento dramático ni para Jesús ni para los discípulos. La Ascensión es la despedida de un fundador, que deja a sus hijos la tarea de continuar su obra, pero no dejándolos abandonados a su suerte, sino siguiendo paso a paso las vicisitudes de su fundación en el mundo mediante su Espíritu. Cristo puede irse tranquilo, porque se han cumplido las Escrituras sobre él, y los discípulos comienzan a comprenderlo. Cristo puede irse tranquilo, no porque sus hombres sean unos héroes, sino porque su Espíritu los acompañará siempre y por doquier en su tarea evangelizadora. Puede irse tranquilo Jesucristo, porque los suyos, poseídos por el fuego del Espíritu, proclamarán el Evangelio de Dios, que es Jesucristo, a todos los pueblos, generación tras generación, hasta el confín de la tierra y hasta el fin de los tiempos. Cristo puede irse tranquilo, porque ha cumplido su misión histórica, y ha pasado la estafeta a su Espíritu, que la interiorizará en cada uno de los creyentes. Cristo puede irse tranquilo, porque los discípulos proclamarán el mismo Evangelio que él ha predicado, harán los mismos milagros que él ha realizado, testimoniarán la verdad del Evangelio igual que él la testimonió hasta la muerte en cruz. Puedes irte tranquilo, Jesús, porque tu Iglesia, en medio de las contradicciones de este mundo, y a pesar de las debilidades y miserias de sus hijos, te será siempre fiel, hasta que vuelvas.

Irse de este mundo quedándose en él. Todo hombre siente en su interior, a la vista de la muerte, el deseo intenso de quedarse en el mundo, de dejar en él algo de sí mismo, de marcharse quedándose. Dejar unos hijos que le prolonguen y le recuerden, dejar una casa construida por él, un árbol por él plantado, dejar una obra –no importa si grande o pequeña– de carácter científico, literario, artístico... Jesucristo, en su condición de hombre y Dios, es el único que puede satisfacer plenamente este ansia del corazón humano. Él se va, como todo ser histórico. Pero también se queda, y no sólo en el recuerdo, no sólo en una obra, sino realmente. Él vive glorioso en el cielo, y vive misterioso en la tierra. Vive por la gracia en el interior de cada cristiano; vive en el sacrificio eucarístico, y en los sagrarios del mundo, prolonga su presencia real y redentora. Vive y se ha quedado con nosotros en su Palabra, esa Palabra que resuena en los labios de los predicadores y en el interior de las conciencias. Se ha quedado y se hace presente en el papa, en los obispos, en los sacerdotes, que lo representan ante los hombres, que lo prolongan con sus labios y con sus manos. Se ha quedado Jesús con nosotros, construyendo con su Espíritu, dentro de nosotros, el hombre interior, el hombre nuevo, imagen viviente suya en la historia. La presencia y permanencia de Jesucristo en el mundo es muy real, pero también muy misteriosa, oculta, sólo visible para quienes tienen su mirada brillante como una esmeralda e iluminada, por la fe.


SUGERENCIAS PASTORALES


Cristo se ha quedado con nosotros. En la vida humana tenemos necesidad de una presencia amiga, incluso cuando estamos solos. Una presencia real: la esposa, los hijos, un pariente, un compañero de trabajo, un vecino de casa... O al menos una presencia soñada, imaginaria: el recuerdo de la madre, la imagen del amigo del alma, el pensamiento del hijo que vive en otra ciudad o en otro país... Esa presencia real o soñada nos conforta, nos consuela, nos da paz, nos motiva. Cristo se ha quedado con cada uno y con todos nosotros. La suya es una presencia real y eficaz, aunque no visible y palpable. Una presencia de amigo que sabe escuchar nuestros secretos e intimidades con cariño, con paciencia, con bondad, con misericordia y con amor; que sabe igualmente escuchar nuestras pequeñas cosas de cada día, aunque sean las mismas, aunque sean cosas sin importancia; que sabe incluso escuchar nuestras rebeliones interiores, nuestros desahogos de ira, nuestras lágrimas de orgullo, nuestros desatinos en momentos de pasión... Cristo se ha quedado contigo, a tu lado, para escucharte. La presencia de Cristo es también una presencia de Redentor, que busca por todos los medios nuestra salvación. Está a nuestro lado en la tentación, para darnos fuerza y ayudarnos a vencerla. Es nuestro compañero de camino cuando todo marcha bien, cuando el triunfo corona nuestro esfuerzo, cuando la gracia va ganando terreno en nuestra alma. Está con nosotros en el momento de la caída, en la desgracia del pecado, para ayudarnos a recapacitar, para echarnos una mano en el momento de alzarnos. Cristo se ha quedado contigo para salvarte. ¿Piensas de vez en cuando en esa presencia estupenda de Cristo amigo y Redentor?

La liturgia de la vida diaria. Cristo, como sacerdote de la Nueva Alianza, ha ofrecido su vida día tras día sobre el altar de la cotidianidad, hasta consumar su ofrenda en la liturgia de la cruz. Con la Ascensión, nuestro sumo sacerdote ha partido de este mundo. Nosotros, los cristianos, pueblo sacerdotal, asumimos su misma tarea de consagrar el mundo a Dios en el altar de la historia. Para el cristiano cada acto es un acto litúrgico, cada día es una liturgia de alabanza y bendición de Dios. No hay ninguna actividad de la vida diaria de los hombres que no pueda convertirse en hostia santa y agradable a Dios. Por tanto, nos dice la constitución dogmática sobre la Iglesia del Vaticano II, todos los discípulos de Cristo, en oración continua y en alabanza a Dios, han de ofrecerse a sí mismos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cf Rom 12,1) (LG 10). Por el bautismo, que nos introdujo en el pueblo sacerdotal, estamos llamados a confesar delante de los hombres la fe que recibimos de Dios por medio de la Iglesia. En cuanto miembro del pueblo sacerdotal confieso mi fe en casa, ante mis hijos o ante mis padres. Con mi postura y con mi palabra confieso mi fe en una reunión de amigos o de trabajo. Como partícipe del sacerdocio bautismal, pongo mi fe por encima y por delante de todo, y hago de ella el metro único de mis decisiones y comportamientos. ¿Es ya mi vida una liturgia santa y agradable a Dios? ¿Es éste mi deseo más íntimo y mi más firme propósito?