XII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Antonio Izquierdo   

 

 

Primera: Zac 12, 10-11; 13,1; segunda: Gál 3, 26-29 Evangelio: Lc 9,


NEXO ENTRE LAS LECTURAS

¿Quién es Jesucristo? Esta es la gran pregunta de los hombres desde hace veintiún siglos, y es la pregunta que nos plantea la liturgia de este domingo. Las respuestas son varias: un profeta revivivo: Elías, Jeremías, por ejemplo, o un otro Juan Bautista. Pedro en nombre de los Doce llega a afirmar que es el Mesías de Dios. Para Jesús las respuestas son insuficientes y se da a sí mismo el nombre de Hijo del hombre, que terminará su vida sobre una cruz (evangelio). A la luz evangélica se capta el sentido último de la profecía de Zacarías: "Mirarán a mí, a quien han traspasado" (primera lectura). Para san Pablo, a la luz de la Pascua, Jesucristo es el que hace pasar al hombre por la infancia bajo el pedagogo hasta la adultez del hombre libre e hijo de Dios (segunda lectura).

MENSAJE DOCTRINAL

Un gran profeta, pero nada más. La opinión de la gente no es algo que ha comenzado a contar en nuestro tiempo. Desde que comenzaron a existir las ciudades, los reinos y los imperios ha contado y se la ha tenido en cuenta. En el evangelio, según nos narra san Lucas, Jesús no la desprecia, pero considerándola insuficiente, la corrige y completa. La gente piensa que Jesús es un profeta, y en esto tienen razón. Piensa que no es un profeta cualquiera, sino uno entre los grandes: Elías, tal vez Jeremías, incluso Juan Bautista resucitado. Jesús no rechaza el título de profeta, pero deja claro que no dice totalmente quién es Él. Además la comparación con Elías, Jeremías, o Juan Bautista no sólo le queda muy corta, sino que son figuras con las que en diversas cosas no se identifica. Jesús es, en verdad, un gran profeta que habla en nombre de Dios y lee la historia de los hombres a la luz del designio divino, pero también es mucho más.

El mesías de Dios, pero... Pedro, y los demás apóstoles, han acompañado a Jesús durante un buen tiempo, han convivido con él, le han visto orar, predicar, curar; han escuchado sus enseñanzas, sobre todo sus palabras sobre el Reino de Dios. Han dado un paso más en el conocimiento de Jesús: No sólo es un profeta, es el mesías de Dios. Sí, el mesías, descendiente de David, el caudillo batallador, el rey victorioso que ha logrado la máxima expansión del reino de Israel, derrotando a todos sus enemigos. Jesús repetirá, como mesías, la figura de David: derrotará a los romanos, ampliará las fronteras del reino, los reyes de las naciones vendrán a él para rendirle vasallaje y pleitesía. El reino de Israel, reino de Yahvéh, volverá a ser glorioso. Jesús no está de acuerdo con este mesianismo soñado por Pedro y los demás apóstoles. Jesús no niega, ni jamás negará, que es el mesías. Sería negar la verdad, y esto es imposible para quien es la Verdad. Pero Jesús no hace propia la figura de un mesías, caudillo de las huestes de Yahvéh. Mesías de Dios, sí, pero mesías diverso a como lo imaginan los discípulos más cercanos.

Un mesías, avezado al sufrimiento. En este momento crucial de la vida de Jesús, antes de comenzar su viaje hacia Jerusalén, lugar de su crucifixión, él da un paso más en la revelación de su vida y de su persona. Comienza a hablar de algo extraño, y ausente de toda profecía del Antiguo Testamento, es decir, de un mesías que va a terminar su existencia sobre el trono de una cruz. Algo de esto tal vez pudo barruntar el profeta Zacarías, cuando escribió: "Mirarán hacia mí, a quien traspasaron" (primera lectura), aunque esta frase jamás se aplicó al mesías en la tradición de los judíos, puesto que era Yahvéh quien la pronunciaba. Este mesías sufriente, algo inusitado e inconcebible para cualquier hombre, es identificado con el Hijo de Dios por San Pablo, quien, por eso, en la segunda lectura, puede decir que los cristianos "somos hijos de Dios en Cristo Jesús", su verdadero y único Hijo. Ahora ya podemos responder mejor a la pregunta sobre quién es Jesús: "Tú eres el mesías, el Hijo de Dios vivo".


SUGERENCIAS PASTORALES

La mejor respuesta se da con la vida. La cuestión Jesucristo no es un problema que a base de pensar y pensar logramos solucionar de alguna manera. Menos aún, una cuestión obsoleta, carente de importancia, indiferente al que se resuelva o no. En realidad es la única cuestión que vale absolutamente la pena, y que además no puede resolverse sino con la vida. Porque está claro que el hecho de que Jesucristo haya aceptado ser un mesías de cruz, que Jesús equivalga a decir Hijo de Dios, sobrepasa nuestros esquemas mentales y nuestra misma capacidad de raciocinio, y jamás el hombre conquistará esas verdades de nuestra fe a golpe de silogismos. Sólo cuando el hombre comienza a recorrer el camino estrecho de la cruz, y, con los ojos fijos en Jesús, sigue las huellas de su historia, descubre que la cuestión Jesucristo camina al mismo paso que la cuestión hombre, y que sólo resolviendo la primera queda también resuelta la segunda. Quien sabe por experiencia lo que es el sufrimiento y percibe el valor "redentor" del mismo, tanto para el sujeto que sufre como para la persona o las personas por las que se sufre, entonces está en condiciones de captar un poquito al menos la razón de un mesías de dolores. Quien vive su condición de hijo de Dios, la grandeza de su dignidad filial y la actitud de obediencia propia de un hijo, estará en grado de responderse a sí mismo quién es Jesucristo, y de poder proclamarlo con convicción ante los demás. En pocas palabras, si vivimos enteramente como cristianos, no habrá ni siquiera necesidad de preguntarnos quién es Jesucristo, porque nuestra vida será nuestra respuesta.

"Ora para entender, entiende para orar". Los misterios de la fe se conocen mejor en la capilla que en el escritorio, se conocen mejor con la oración que con el estudio, aunque ambos sean necesarios. Dios es el único que tiene la llave de los misterios. Sólo Él puede abrirnos ese sagrario de su corazón. La inteligencia, cuando está abierta a la fe, nos prepara y nos pone ante el sagrario del misterio. La inteligencia, una vez que Dios nos ha permitido entrar en el misterio, nos ayuda a darle vueltas y a captar algún que otro átomo de su realidad superior e infinita. Pero únicamente la oración, si es humilde, constante, confiada, mueve a Dios a abrirnos el sagrario del misterio. Dentro de ese sagrario, el alma se extasía y el entendimiento comienza a navegar por mares desconocidos. La teología más auténtica es la que se hace no sólo desde la fe, sino sobre todo desde la oración, desde la inteligencia orante y adorante del misterio. Igualmente, la predicación más verdadera es la que ha pasado las verdades de la fe por el horno de la meditación. En las cosas de Dios, el que ora entiende, y el que no, no entiende nada, o casi nada. Si los cristianos orásemos más y mejor, los problemas de fe disminuirían en gran número o desaparecerían por completo. En un mundo que a veces parece sin sentido, la oración puede darle sentido. ¡Vale la pena!