XVIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Antonio Izquierdo   

 

 

Primera: Qo 1, 2; 2, 21-23; segunda: Col 3, 1-5.9-11 Evangelio: Lc 12, 13-21

NEXO ENTRE LAS LECTURAS

Los textos litúrgicos de este domingo nos proponen dos modos de vivir y estar en el mundo. Está el modo de vivir del hombre viejo y está el propio del hombre nuevo (segunda lectura), existe el hombre que busca las cosas de la tierra y el que busca las cosas del cielo (segunda lectura), aquel para quien todas las cosas son vanidad y para quien todo es providencia de Dios (primera lectura). El evangelio, por su parte, opone la vida de quien cifra todo en el tener, y atesora riquezas para sí, y la vida de quien funda su existencia en el ser, y atesora riquezas delante de Dios.


MENSAJE DOCTRINAL

Vivir para sí. Es un modo de estar en el mundo, de realizar la existencia en el arco de años entre el nacimiento y la muerte. Es un modo de pensar, de actuar, de relacionarse con los hombres y con las cosas. El punto de referencia de todo es el yo. El saber, el trabajo, el esfuerzo con sus buenos resultados aparecen, ante el yo, caducos y vanos. Si el hombre es un ser abocado al morir, ¿a qué le sirve su saber, su trabajo, si no puede vencer su destino mortal, su immersión en la nada? Todo es vanidad, humo que se lleva el viento. Cuando el yo es el centro de la vida, tenemos al hombre viejo, incapaz por sí mismo de salir de la tiniebla de su hermetismo, cada vez más sumergido en el fondo del vicio y del pecado, con la mirada cada vez más puesta en las cosas de la tierra sin la posibilidad de alzarla hacia las alturas. Hombre viejo, porque en cierta manera repite en su vida la historia antiquísima del primer Adán, del gusto del pecado y de la caída original. Por otra parte, el yo es sumamente pobre dejado en sus propias manos, porque privilegia el tener y el aparecer. ¿Hay algo más efímero y lábil que esas dos realidades? ¿Cómo se puede fundar una existencia sobre algo que hoy es y mañana desaparece? ¿Cómo se puede mirar de frente a la muerte, cuando los grandes valores que han regido la vida han sido los bienes materiales y las apariencias, a quienes está prohibido pasar el umbral del más allá? Con razón se puede aplicar a quien vive para sí las palabras de Jesús en la parábola del texto evangélico: "¡Insensato! Esta misma noche te reclamarán el alma. Las cosas que has acumulado, ¿para quién serán?". Así es quien atesora riquezas para sí, quien centra en sí su propio vivir y actuar entre los hombres.

Vivir delante de Dios. Dios no es, a decir verdad, el antagonista del yo, de la realización personal. ¡De ninguna manera! Pero la sabiduría eterna nos enseña que la propia realización consiste y se lleva a cabo por el camino del vivir para Dios, de vivir a los ojos de Dios. El trabajo y el saber, a los ojos de Dios, tienen un sentido y un destino providenciales, más allá de los límites de la esfera mundana. Todo lo que uno hace por Dios en este mundo lo trasciende y habita, purificado y elevado, en la eterna morada de Dios. Vive ante Dios y para Dios el hombre nuevo, que ha sido rehecho por Cristo mediante el bautismo a su imagen y semejanza, que ha sido circuncidado no en su carne sino en su corazón, y viviendo delante de Dios vive sin miedo a la muerte, que considera, más que un final absurdo y sin sentido, una puerta a una existencia nueva de la que ya se participa, aunque sea de modo muy pobre y elemental. Por eso, el hombre nuevo tiene los pies bien puestos en la tierra y en los quehaceres de este mundo, pero su mirada y su corazón están puestos arriba, en el cielo, hacia donde camina con confianza y esperanza. Quien vive para Dios no se enajena del mundo, no lo desprecia ni lo odia, porque es la casa que el Padre le ha dado para que en ella habite. Trabaja como todos los demás, gasta sus fuerzas para producir riqueza, pero tiene un corazón puro y desprendido y sabe muy bien que los bienes de este mundo tienen un destino universal, y no pueden ser injustamente acaparados en pocas manos. En vez de decirse a sí mismo: "Descansa, come, bebe, banquetea", piensa más bien en cómo ayudar para que los hombres todos, sobre todo quienes están más cerca de su vida, tengan su oportuno descanso, dispongan de alimentos y puedan sanamente disfrutar de lo necesario para un banquete de fiesta.


SUGERENCIAS PASTORALES

El homo oeconomicus no tiene futuro. Solemos con frecuencia clasificar al hombre según algún aspecto que lo caracteriza. Así, por ejemplo, se habla de "homo faber" para subrayar su capacidad manual, u "homo cogitans" para resaltar su vocación de pensador. Con la expresión "homo oeconomicus" se pone de relieve el tipo de hombre centrado en el dinero y en el bienestar. Pues bien, hemos de afirmar que este hombre carece de futuro. Hay gente que dice: "Con el dinero puedes hacer todo lo que quieras; abre todas las puertas". No es verdad. Con dinero no puedes comprar la felicidad, aunque a ratos te pueda hacer feliz. Con dinero no puedes comprar el amor, a lo más una noche de pasión o un amorío efímero y frustrante. El dinero no te hace virtuoso, más bien abre con no poca frecuencia la puerta al antro del vicio. Lo reconozcamos o no, todos pretendemos un futuro más feliz, pero ese futuro no lo encontrarás en una cuenta bancaria boyante. Lo encontrarás dentro de ti, en el sagrario de tu conciencia, en la paz interior ante ti mismo y ante Dios. Sobre todo, no tiene futuro, porque el "homo oeconomicus" no es ciudadano del cielo, le falta el pasaporte y ante la muerte y el juicio de Dios la cuenta bancaria no cuenta para nada. ¿Por qué no cambiar el "homo oeconomicus" en "homo pneumaticus", en hombre iluminado, guiado y configurado por la acción del Espíritu Santo?

No es fácil, pero es posible, deseable. Son muchos quienes lo han hecho. Inténtalo, si no lo has hecho todavía. Invita a otros a intentarlo.

¿Tiene sentido cambiar de sentido? Los dos modos de vivir de que hemos hablado son como una autopista, con las dos vías separadas, sin posibilidad de maniobra para cambiar de dirección cuando uno quiera. Unos carriles van sólo en una dirección y otros en la dirección contraria. Esto da mucha mayor seguridad a los conductores, hace más fácil y menos cansado el conducir, se puede ir a mayor velocidad... se viaja a gusto en general, aunque habrá que tener cuidado en las curvas, no excederse en la velocidad, no dejarse vencer por la fatiga. Avanzo, progreso hacia Babilonia, veo que no voy sólo sino que muchos van por la misma dirección que yo. Pienso que he elegido bien la ciudad de mis sueños y que será una gozada vivir en ella, con gente per bene. De vez en cuando observo que hay un letrero en el que está escrito: "cambio de sentido". He visto que alguno que otro ha dejado la pista y ha buscado cambiar de dirección. Mi primera reacción ha sido: "¡Pero qué tonto! ¿Tiene sentido cambiar de sentido?", y he seguido adelante. Luego, ante otros letreros iguales, o en momentos inesperados, me ha venido la imagen de quienes salían de la autopista. ¿Por qué lo harán? ¿Será gente rara? ¿Pensarán que se han equivocado de dirección? ¿Habrán comprendido que Babilonia no es una isla de felicidad? La verdad es que la espinita de la duda se me ha clavado dentro. ¿Qué hacer? Te animo a cambiar de dirección, a tomar el carril que se dirige a Jerusalén; a hacerlo en el próximo cambio de sentido, sin esperar al último... No creas que son pocos los que van en esa dirección. Al cambiar de sentido, te darás cuenta de que el tráfico es también intenso. ¡Jerusalén, la ciudad del gran Dios! ¡Jerusalén, la ciudad en que Jesucristo dio su vida por nosotros! ¡Jerusalén, la ciudad de los hijos de Dios! ¡Jerusalén, símbolo de verdad y de justicia, símbolo de amor y solidaridad! ¡Jerusalén, la ciudad fundada por Dios para que tú habites en ella!