XXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Antonio Izquierdo   

 

 

Primera: Sir 3, 17-18.20.28-29; segunda: Heb 12, 18-19.22-24 Evangelio: Lc 14, 1.7-14

NEXO ENTRE LAS LECTURAS

MENSAJE DOCTRINAL

Las justas relaciones nacen de la humildad. Es de perogrullo decir que el hombre es un ser relacional, y que esas relaciones son con sus semejantes, con el mundo que lo circunda y con Dios. Lo que quizá no se ve tan claro sea cuáles son las relaciones más auténticas y propias. La historia de la humanidad ofrece ejemplos numerosos de diversas formas de vivir la propia relacionalidad. Hay quienes se guiaron en su comportamiento por una relación de odio y destrucción. Los demás son enemigos y hay que acabar con ellos; Dios es enemigo, hay que "matarlo", como proclamaba Nietzsche; la naturaleza, la selva hay que destruirla para construir ciudades, espacios humanos. ¡Una relación enteramente equivocada! Existe también la relación de posesión. Poseer las cosas para construir un reino de bienestar; poseer a los demás para servirme de ellos en pro de mi grandeza y de mi poder; poseer a Dios, para "manejarlo" según mi voluntad. ¡Tampoco ésta parece ser del todo una relación acertada! ¿Será el temor una buena relación? Miedo a un Dios de imponente grandeza y terrible en sus juicios; miedo a los hombres y a las cosas, por complejo de inferioridad o por falta de sentido práctico. ¡No, el temor no es tampoco una relación adecuada! La verdadera relación nace de la humildad y se manifiesta como relación de amor. Porque soy humilde, es decir, porque reconozco mi condición de creatura con su inmensa pequeñez, vivo en actitud de amor mi relación personal con Dios. Ese amor me induce a percibir su grandeza y su generosidad para conmigo, a confiar en Él a pesar de mi pequeñez, a agradecer sus dones, esa ciudad de Sión en la que se cifran todo los bienes que Dios puede conceder al ser humano (segunda lectura). Porque soy humilde, amo a los demás y no me considero superior a ellos ni busco darles algo para recibir de ellos a mi vez su recompensa (evangelio). Porque soy humilde, no me ensoberbezco con el poder de las riquezas que pueda tener ni con la grandeza de la ciencia que poseo (primera lectura). El hombre, en su ser y en sus relaciones, es puro don de Dios, ¿de qué podrá enorgullecerse? La justa relación del hombre con Dios, con sus semejantes y con las cosas es el amor, un amor que se hace servicio, respeto, agradecimiento, solidariedad.

La humildad, virtud agradable a Dios. A Dios creador no puede no agradarle que el hombre acepte su condición de creatura y establezca las justas relaciones con Él y con toda la creación, pues eso es la humildad. La falta de humildad, por el contrario, rompe la armonía en la interioridad del hombre y en el mismo universo, y esa ruptura no agrada al Creador. Por eso, leemos en el Sirácida que "son los humildes los que glorifican a Dios" y en el evangelio que "el que se humilla será ensalzado". ¿Por qué agrada a Dios la humildad? Precisamente porque el humilde no tiene ninguna pretensión de suplantar a Dios, de "ser como Dios" o, al menos, de tenerse por un superhombre o por un supersabio. Muy bien nos recomienda el Sirácida: "No pretendas lo que te sobrepasa, ni investigues lo que supera tus fuerzas". El humilde agrada a Dios porque no lo considera como un rival, sino como un padre y un amigo. El humilde agrada a Dios, no sólo porque se reconoce creatura, sino además pecador, e indigno de su condición de hijo. Precisamente por eso, el humilde mantiene para con Dios una actitud de hijo, sí, pero que mendiga su benevolencia y su amoroso perdón. Todo esto nos hace comprender mejor lo que la misma Escritura nos asegura: "Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes les otorga su favor". La diferencia entre el soberbio y el humilde la podríamos formular así: "El soberbio busca agradarse a sí mismo, incluso a costa de Dios, mientras que el humilde busca agradar a Dios, incluso a costa de sí mismo".


SUGERENCIAS PASTORALES

Humildad, o sea, la verdad. Lo que Jesucristo en el evangelio pretende darnos no es una clase de cortesía y buena educación. Jesús va más a fondo, a lo esencial, al sustrato íntimo de la persona. Y allí, ¿qué encuentra? Encuentra un letrero que dice: "todo es don, todo es gracia". El hombre que no sea capaz de admitirlo, está en la mentira, se autoengaña y procurará de muchos modo engañar también a los demás. Por ejemplo, complaciéndose con sus éxitos, hablando de sus triunfos, exaltando sus muchas cualidades, creyéndose y haciéndose el importante... Aquel que sea capaz de admitirlo, está en la verdad, y será profundamente humilde. Porque la humildad es la verdad con la que nos vemos a nosotros mismos delante de Dios. Por sí mismo delante de Dios el hombre es polvo, viento, nada. Por la gracia de Dios es su imagen y es su hijo. Ojalá pudiéramos decir como san Pablo: "Por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia de Dios no ha sido vana en mí". ¡Qué manera tan distinta de vivir cuando se vive en la verdad! El hombre humilde hace siempre la verdad en el amor: la verdad sobre sí mismo, la verdad sobre los demás y la verdad sobre Dios. Te aconsejo que te mires en el espejo de la humildad para ver si te reconoces o si es tal el impacto contrastante con la realidad que el espejo no la soporta y se quiebra en mil pedazos. No puedo no afirmar que una Iglesia de humildes será una Iglesia más auténtica, más fiel al designio original de su Fundador. Cada uno, con nuestra humildad, podemos contribuir en algo.

¡Atención a la falsa humildad! Hemos dicho que la humildad es la verdad, como enseña santa Teresa de Jesús. Existen, sin embargo, formas aparentes de humildad. Al faltarles la verdad, esas formas no pueden ser humildad auténtica. Recordemos algunas formas de falsa humildad. Un claro caso es el complejo de inferioridad: "Yo no valgo para ese encargo", "Yo no puedo hacer ese trabajo", "Yo no tengo esa cualidad". A veces detrás de esas frases se oculta una ingente pereza. Las más de las veces se esconde una redomada soberbia que quiere evitar a toda costa el hacer un mal papel o el quedar mal ante los demás. Humilde es aquel que reconoce sus cualidades, su valía, sus buenos resultados, pero lo atribuye todo a Dios como a su fuente. Otro ejemplo de falsa humildad es no aceptar la alabanza de los demás, rechazar cualquier reconocimiento público, aparentar indiferencia ante la opinión de los demás. En el fondo muchas veces es sólo una pose para relamer de nuevo la alabanza escuchada, o para que vuelvan a insistirte en los buenos resultados obtenidos, o para adular tus oídos con la buena opinión de que gozas ante los demás. Humilde, al contrario, es quien acepta la alabanza, pero la eleva hasta Dios; acepta el reconocimiento público por una buena obra o la buena opinión de los demás sobre él, pero descubre en ello un gesto de caridad fraterna y una acción misteriosa de Dios. Un último caso es el de quien cree que todo le sale mal, que ha nacido con mala estrella, y que no hay nada que hacer. En un tal individuo la soberbia es tan grande que le ciega para ver cualquier cosa buena que haga; sólo tiene ojos para las cosas malas, o para los límites e imperfecciones de las cosas buenas. El humilde, más bien, sabe ver la bondad en las cosas, incluso en aquellas que le salen mal. Y dice con san Pablo: "Para los que aman a Dios todas las cosas contribuyen a su bien".