XXVI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Antonio Izquierdo   

 

 

Primera: Am 6, 1.4-7; segunda: 1Tim 6, 11-16 Evangelio: Lc 16, 19-

NEXO ENTRE LAS LECTURAS

Tiempo y eternidad son como los dos polos que nos pueden servir para organizar los textos de este domingo. Esto es evidente en el texto evangélico que sitúa al rico Epulón y a Lázaro primero en este mundo y luego en la eternidad. Implícitamente se halla también en la primera lectura, según la cual los ricos samaritanos viven en orgías y lujo, olvidados del futuro juicio de Dios. Para vivir dignamente en el tiempo y lograr la eternidad con Dios la fe viva en Cristo ofrece una garantía segura (Segunda lectura).

MENSAJE DOCTRINAL

Jugarse la eternidad en el tiempo. Para quienes tenemos fe en la eternidad, el tiempo es un tesoro, una verdadera riqueza, porque en él se pone en juego nuestra situación en el más allá del tiempo. La parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro no subraya el problema de la diferencia entre ricos y pobres. Acentúa más bien el juicio de Dios, en la eternidad, sobre la actitud acerca de la riqueza y de la pobreza. El rico que en este mundo se dedica a descansar y a pasárselo bien, despreocupándose de los pobres, verá tristemente cambiada su suerte en el más allá. Así le sucedió al rico Epulón. El pobre que en esta vida acepta serenamente su condición, sin quejas y sin odios, será recompensado en la eternidad con la gran Riqueza que es Dios mismo. Esto es lo que aconteció al pobre Lázaro. El primero, para su desgracia, vive como si la eternidad no existiese. El segundo, para su bien, es un pobre de Yavéh, que tiene puesta su confianza en la recompensa que Dios le dará en la vida venidera. Al rico Epulón no se le recrimina el ser rico, sino el no ser misericordioso, el no tener corazón para quien yace llagado a su puerta. A Lázaro no se le retribuye por su condición de pobreza, sino por su paciencia y resignación, al estilo de Job. Epulón pone su riqueza al servicio de su sensualidad e intemperancia, Lázaro pone su pobreza al servicio de su esperanza. Jesucristo en la parábola nos enseña que en la eternidad –si no ya en el mismo tiempo de la vida– Dios hará justicia y retribuirá a cada uno según sus obras. Esta enseñanza ha de iluminar también nuestra vida presente, de manera que podemos hablar también de jugarnos el tiempo en la eternidad. Es decir, el pensamiento del mundo futuro nos conducirá a ser justos y solidarios en el mundo presente. Lo contrario les sucede a los ricachones de Samaria, que, despreocupados del futuro y olvidados de la suerte de su patria, viven "arrellenados en sus lechos de marfil, comen corderos del rebaño y terneros del establo, beben vinos en anchas copas y se ungen con los mejores aceites" (Primera lectura).

Fe – tiempo – eternidad. Pablo exhorta a Timoteo, hombre de Dios, creyente y cristiano auténtico, a huir de estas cosas. ¿Cuáles son esas cosas? La avaricia, el afán de riquezas, el apetito de dinero. Debe huir porque "nosotros no hemos traído nada al mundo y nada podemos llevarnos de él" (cf 1Tim 6,7 y ss.). Le exhorta después "a combatir el buen combate de la fe" en esta vida para poder alcanzar la eterna, en la que reina Jesucristo, el Rey de los reyes y el Señor de los señores. La fe es como la morada en la que el cristiano vive ya la eternidad en el tiempo y el tiempo en la eternidad. Porque vive la eternidad en el tiempo "corre tras la justicia, la piedad, la fe, la caridad, la paciencia en el sufrimiento, la dulzura" (Segunda lectura). Porque vive el tiempo en la eternidad busca con sinceridad de corazón honrar y dar gloria a Dios. Amós, por su parte, nos enseña que existe una fe equivocada, una falsa confianza en el culto y en la religión, simbolizados en el monte Garizín y en el monte Sión, como si el culto, aisladamente, fuese suficiente para obtener la salvación. Nunca la fe religiosa producirá automáticamente la salvación, cuando con ella se cubren indignamente toda clase de injusticias y de desórdenes de la vida. En definitiva, la eternidad está asegurada únicamente para aquellos que viven una vida de fe, que actúa por medio de la caridad.

SUGERENCIAS PASTORALES

La riqueza, objeto de servicio. En el catecismo leemos: "Los bienes de la creación están destinados a todo el género humano". Esta afirmación es "absoluta" y no está sometida al cambio de épocas o de mentalidad, al progreso técnico o a la globalización económica. Por otra parte, siempre ha habido en la historia humana diferencias en la posesión de bienes y recursos, siempre han existido y seguirán existiendo "ricos y pobres". Y, finalmente, no en pocas ocasiones estas diferencias provienen a causa de grandes injusticias que han atravesado toda la geografía de nuestro planeta. Ante estos tres factores, nosotros los cristianos tenemos una gran obra y misión que realizar entre nuestros hermanos, los hombres. La primera tarea, sin duda, es la de relativizar la riqueza. No es un dios, al que tengamos que rendir culto a expensas del pobre y del necesitado. Es un bien, pero no es el único ni el supremo. Un bien que está en nuestras manos, que nos ha sido dado por Dios a cada uno, pero que no es enteramente nuestro, es decir, que no podemos hacer con él lo que queramos, porque su destino es universal. Y con esto ya aparece la segunda tarea: "La riqueza nos ha sido dada para servir, no para dominar", y de este modo hacer más libres a quienes carecen de ella. La inclinación del hombre a dominar sobre los demás es ancestral y potentísima. Por eso, la riqueza –entre otras muchas cosas– puede ser peligrosa, porque es como una sirena, que posee el encanto del dominio y del poder. Como cristianos, seremos los primeros en vivir el evangelio de la pobreza. Seremos para todos un ejemplo y un reclamo de que el dinero o sirve al hombre o no sirve para nada, al menos a los ojos de la fe, a los ojos de Dios.

La avaricia, pecado contra la eternidad. El avaricioso sólo tiene ojos para el tiempo presente, que se imagina largo como los siglos. Quisiera meter la eternidad en el tiempo, pero se da cuenta de que es imposible. Y reacciona, haciendo caso omiso de ella, aferrándose más a la roca arenosa del presente. La avaricia, se puede afirmar sin lugar a dudas, es una pasión que anida en todo corazón humano. Acumular, querer poseer más, tener hambre de bienes y de medios, vivir con mayores comodidades, etc., no es ajeno a ningún mortal: cristianos o no cristianos, creyentes o ateos, sacerdotes, religiosos o laicos. No es que todo eso en sí mismo sea pecado, pero cuando la tendencia se convierte en pasión absorbente y la vida entera se cifra sólo en acumular, tener, vivir cómodamente, entonces el pecado de la avaricia ya te ha esclavizado. En efecto, por la avaricia el hombre peca contra la pobreza, porque su corazón, en vez de estar puesto en Dios su Bien supremo, se ha postrado ante el dios insaciable y efímero del dinero. Peca contra la pobreza, porque sus riquezas no le sirven para servir, sino para satisfacer una pasión. Peca contra el designio de Dios que ha dado a todos los bienes de este mundo un destino universal. Y ha dejado a los hombres de cada época y generación que lo lleven a cabo. ¿No tendremos muchos cristianos que realizar una verdadera "conversión" de pobreza evangélica? ¿No tendremos que librarnos de muchas ataduras y cadenas pecuniarias, que nos quitan libertad para vivir la autenticidad del Evangelio? ¿Lograré convencerme de que la pobreza de corazón es el corazón de la pobreza, y es manantial cristalino de paz y de fraternidad? ¡Pobre de corazón, y de vida, como la Madre Teresa de Calcuta, a fin de ser una bendición de Dios para los hombres!