XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Antonio Izquierdo   

 

 

Primera: 2Re 5, 14-17; segunda: 2Tim 2, 8-13 Evangelio: Lc 17, 11-19

NEXO ENTRE LAS LECTURAS

"La obediencia de la fe" nos ayuda a leer unitariamente los textos de este domingo. Los diez leprosos se fían de la palabra de Jesús y se ponen en camino para presentarse a los sacerdotes, a fin de que reconocieran que están curados de la lepra (Evangelio). Naamán el sirio obedece las palabras de Eliseo, a instancias de sus siervos, sumergiéndose siete veces en el Jordán, con lo que quedó curado (Primera lectura). La obediencia de la fe hace que Pablo termine en cadenas y tenga que sufrir no pocos padecimientos (Segunda lectura).

MENSAJE DOCTRINAL

El poder de la obediencia. Los dos milagros de que nos hablan los textos destacan el poder de la obediencia. No hay gestos curativos ni de Eliseo ni de Jesús. No se mencionan fórmulas terapéuticas, dirigidas al enfermo, como sucede en otros relatos de milagros. Hay solamente un mandato. El de Eliseo a Naamán suena así: "Ve y báñate siete veces en el Jordán". A los leprosos Jesús les dice: "Id y presentaos a los sacerdotes". Tanto Naamán como los diez leprosos todavía no han sido curados, ni siquiera saben si lo serán. Pero se fían y obedecen. Y la fuerza de su confianza y de su obediencia hizo el milagro. La obediencia implica ya, al menos, un grado mínimo de fe en la persona a la que se obedece. Una fe que no está exenta de tropiezos y dificultades.

Esto es patente en la historia de Naamán. Él tenía otra concepción y otras expectativas sobre el milagro y sobre el modo de realizarse: "¡Saldrá seguramente a mi encuentro, se detendrá, invocará el nombre de su Dios, frotará con su mano mi parte enferma, y sanaré de la lepra!". Nada de esto se efectuó. Ni siquiera vio a Eliseo, pues el mensaje del profeta le llegó por un intermediario. Naamán estaba hecho una furia, y regresaba a su casa, habiendo perdida toda esperanza de curación. En el camino, persuadido por sus siervos, obedeció, se bañó en el Jordán y "su carne volvió a ser como la de un niño pequeño, y quedó curado". Naamán, por fin, se dio cuenta de que no son las aguas las que curan la lepra, sino el Espíritu de Dios que se sirve del Jordán, como de otros muchos medios, para hacer el bien y salvar al hombre.

Los diez leprosos, ante el mandato de Jesús, se pusieron en camino hacia el templo de Jerusalén. Tenían que caminar unos buenos kilómetros. Seguían siendo leprosos y... ¿cómo subir así hasta Jerusalén y presentarse a los sacerdotes? ¿No sería mejor esperar hasta constatar que estaban realmente curados? Vencieron estas dificultades y, en el camino sintieron que su carne se renovaba y quedaba sanada. La obediencia de la fe posee la potencia del milagro. ¿No es acaso también la obediencia de la fe la que hace que Pablo esté encarcelado por el Evangelio? ¿La que permite a Pablo soportar cualquier sufrimiento para que la salvación llegue a todos?

La "curación" integral. Naamán quedó curado de lepra, pero seguía enfermo de ceguera espiritual. Como hombre bien educado retorna a casa de Eliseo y le ofrece, en señal de agradecimiento, ricos regalos. Eliseo los rehúsa. Ahora, ante el hombre de Dios, comienzan a abrírsele los ojos sobre el verdadero Dios, hasta el punto de llegar a decir: "Tu siervo no ofrecerá ya holocausto ni sacrificio a otros dioses más que a Yahvé". Algo semejante le sucede a uno de los leprosos al quedar curado. Nueve de ellos prosiguen su marcha hacia Jerusalén, se presentan al sacerdote y regresan felices a la casa familiar, olvidándose de Jesús e imposibilitando con ello el que Jesús les otorgue la salvación que él ha venido a traer a los hombres. El último, un samaritano, al verse curado, siente interiormente el impulso de volver a Jesús para agradecérselo. Se postra a sus pies en adoración agradecida. Y Jesús le concede no sólo verse libre de la lepra, sino también del pecado, de todo aquello que le impedía obtener la salvación. "Vete, tu fe te ha salvado". A Pablo el encuentro con Jesús en el camino de Damasco le ha abierto los ojos a la fe en Cristo, liberándole de su mentalidad estrictamente farisaica, de su odio a los cristianos, incluso de las mismas debilidades humanas, hasta el punto de soportar serenamente las cadenas de la prisión y de mantenerse firme en el seguimiento y anuncio del mensaje evangélico. Jesucristo en verdad es el gran médico de cuerpos y almas.

SUGERENCIAS PASTORALES

Razones para obedecer. Todo hombre, desde el nacimiento a la tumba, se pasa gran parte de la vida obedeciendo. Como hombres y como cristianos resulta provechoso que tengamos buenas razones para obedecer.

La obediencia agrada a Dios. Dios no es un extraño, es nuestro Padre. ¿Cómo no buscar agradarle?

Jesús, nuestro modelo, es un testigo supremo de obediencia. Obedeció a Dios en los largos años pasados en Nazaret, sometiéndose a sus padres. Obedeció a Dios durante su vida pública, teniendo como su alimento diario la voluntad de su Padre. Le obedeció hasta la muerte y tuvo una muerte de cruz.

El Espíritu Santo nos acompaña y fortalece interiormente, de modo que al obedecer no nos sintamos solos y débiles.

El "fiat" de María nos interpela en nuestra obediencia solícita, sencilla y constante a la vocación y misión que Dios nos ha confiado. El "fiat" generoso de María, que recordamos tres veces cada día, es un aguijón en la conciencia cristiana.

El carácter social del hombre y el carácter comunitario de la fe hablan por sí mismos de la necesidad de una organización, de una autoridad, y, por consiguiente, de la necesidad de la obediencia.

La obediencia, cuando se hace con fe y con amor, infunde una gran paz en el que obedece. El lema episcopal del Papa Juan XXIII lo pone de manifiesto: Oboedientia et pax.

La obediencia creyente y amorosa contribuye poderosamente a la maduración de la personalidad cristiana, que tiene como programa, por encima de todo, la voluntad de Dios. "Ante todas las cosas, tu Voluntad, Señor".

La experiencia y la prudencia que poseen los padres y educadores, al igual que la gracia propia que han recibido quienes detentan alguna autoridad en la Iglesia.

La eficacia que la obediencia proporciona a una institución civil o eclesiástica en la consecución de sus fines propios. De la unión y de la obediencia viene la fuerza.

Disensión y obediencia. El individualismo, tan acentuado hoy día, es una vía amplia que conduce fácilmente a la disensión en el seno de la familia, de la sociedad y de la comunidad eclesial. El disentir sobre cosas opinables, sin mucha importancia, pase. Pero el disentir habitual sobre aspectos fundamentales de la vida y de la fe, –y el hacerlo como un derecho inalienable del hombre–, constituye una osadía rayana en una cierta intemperancia intelectual o en una clara ignorancia supina. Es verdad que en ocasiones puede darse una disensión legítima, si surge después de una madura reflexión, con un sincero afán de búsqueda de la verdad, y si se manifiesta con discreción y por los cauces establecidos. A veces, sin embargo, se tiene la impresión de que hay gente que está a la caza de una declaración del obispo o del papa para casi automáticamente disentir de ella. La Iglesia no es una aglomeración de individuos, ni la razón es el único metro de la vida eclesial. ¿Por qué no elevarse por encima de todo ello, y obedecer la tentación de disentir por medio de una fe robusta y de una obediencia sencilla y eclesial? ¡El Reino de Cristo ganaría credibilidad en el concierto de los hombres! ¡Y sobre todo seríamos mejores cristianos!