Solemnidad de Todos los Fieles Difuntos (2 de noviembre), Ciclo C

Autor: Padre Antonio Izquierdo   

 

 

Primera: Is 25, 6-9; segunda: Rom 5, 5-11 Evangelio: En 6, 37-40

NEXO entre las LECTURAS

"Muerte y vida" son las dos palabras en que es posible sintetizar la liturgia en honor de todos los difuntos. En el evangelio Jesús se ofrece como pan de vida y habla de que el Padre quiere que todos tengan vida eterna. Isaías pone ante nuestros ojos el festín de la vida, en el que Dios destruirá la muerte para siempre y secará las lágrimas de todos los rostros (Primera lectura). Y san Pablo en la carta a los Romanos afirma que "Dios nos ha mostrado su amor haciendo morir a Cristo por nosotros cuando aún éramos pecadores" (Segunda lectura).

MENSAJE DOCTRINAL

Hambre de Dios, sed de vida eterna. El hambre y la sed acompañan al hombre en su peregrinación terrena desde la cuna a la tumba. No pensemos solamente en el hambre de pan o en la sed de agua. Hay que reconocer que el hombre desde que nace es un hambriento de Dios y un sediento de vida eterna. Su naturaleza espiritual y su vocación de imagen de Dios agitan su ser entero en un anhelo constante de su Origen y de su Destino. En Jesucristo satisface el hombre su hambre de Dios, porque Él es el pan bajado del cielo con que Dios Padre alimenta a sus hijos: Pan de la Palabra hecha Escritura Sagrada, Pan de la Eucaristía convertido en cuerpo y sangre del mismo Dios. Y el Espíritu Santo es quien sacia su sed de vida eterna, porque Él es el agua viva que Cristo nos da para que no volvamos a tener sed. Ya en esta vida Dios sacia nuestra hambre de Dios y nuestra sed de vida eterna, pero sólo de modo limitado y bajo la tentación de buscar satisfacer nuestra hambre y sed no en Dios sino en las criaturas. Sólo tras la muerte Dios será nuestro único Pan y nuestra única Agua, nuestro verdadero alimento y bebida para siempre. Precisamente la primera lectura exalta el festín de la vida que Dios ha preparado en Sión para todos los pueblos, festín que prefigura el banquete en la Jerusalén celeste, cuando Jesucristo haya vencido a todos sus enemigos, a la misma muerte, y haya entregado el Reino a su Padre. La muerte se nos presenta, de esta manera, como invitación al banquete de la vida, cuyo anfitrión es el mismo Dios. A decir verdad, no es la vida la que desemboca en la muerte, sino más bien ésta es la que desemboca en la vida. Solemos hablar de "vida y muerte", pero la liturgia de hoy nos conduce a cambiar el orden y preferir "muerte y vida ", porque es la vida quien sale victoriosa del duelo con la muerte; porque el banquete al que Dios nos invita no es un banquete fúnebre, sino un banquete para celebrar la vida.

La muerte, prólogo al libro de la vida. Durante el puñado de años de la existencia, el hombre se afana en la búsqueda. Es un eterno buscador. Busca ser amado y amar; busca saber, ciencia, poder; busca fama; busca la verdad y la vida; busca a Dios. Si busca con sinceridad y constancia, encontrará Aquello y Aquel que busca en todo lo que busca. Encontrará a Dios, encontrará la vida. No cabe duda de que la vida del hombre es una eterna búsqueda. Pero, ¿qué es la muerte sino el momento en que la búsqueda termina y comienza el encuentro definitivo con Dios, con nosotros mismos, con la verdad y la vida? Tener vida eterna, ¿no es ésta la suprema y última aspiración de todas las búsquedas del hombre, incluso por caminos tortuosos, insensatos, en dirección opuesta de Aquel que busca? ¿No es también el último y máximo regalo que Dios quiere dar personalmente a cada uno de los hombres?

"Mi Padre quiere –leemos en el evangelio– que todos los que vean al Hijo y crean en él, tengan vida eterna, y yo los resucitaré en el último día". Por eso, la muerte, que condensa en sí nuestra existencia efímera, bien puede considerarse solamente como un breve prólogo al libro de la vida.

De la Pascua de Cristo nos viene la luz. Las reflexiones precedentes encuentran su marco más propio en el misterio de la muerte de Cristo, a quien el Padre resucitó de entre los muertos, y que nos hace participar de su vida. Imaginemos la muerte de Cristo como el gran océano en el que se recogen todos los muertos de la historia, y la resurrección como el nuevo Paraíso preparado por Cristo resucitado para todos los que han sido iluminados por su Luz. La vida de la que nos habla la liturgia no es solamente la inmortalidad del alma (exigencia de su naturaleza espiritual), sino más bien y mucho más la participación en el alma y en el cuerpo de la vida de Cristo resucitado. La luz del misterio del Hijo de Dios, Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros, para arrancarnos de la muerte y hacernos partícipes de la vida, ilumina de modo completamente único la vida terrena, el término de la misma con la muerte, y el inicio gozoso de una vida sin fin en la compañía de Dios y de todos los santos.

SUGERENCIAS PASTORALES

Una visión más cristiana de la muerte y de la vida. Un cierto materialismo y horizontalismo se nos ha metido en el alma de todos, sobre todo en los dos últimos siglos. Decimos que la muerte es el fin de la vida, pero quizá olvidamos que es la aurora de una nueva vida. Cuando hablamos de la vida nos referimos a la existencia terrena, tal vez porque la "otra vida" no forma parte de nuestras categorías mentales o porque estamos tan bien instalados en ésta que tendemos a no pensar en su fugacidad y en su momento final. Vida no es solamente un término temporal, sino que pertenece también al lenguaje de lo eterno. Es posible que sintamos necesidad de ir aprendiendo ese lenguaje de lo eterno e ir ejercitándolo, no sea que al pasar a la otra orilla de la vida nadie nos entienda, con el inconveniente de que allí no hay intérpretes. Un día como hoy es un momento precioso para remozar nuestros conceptos y nuestra mentalidad, de manera que abramos más nuestro corazón a las realidades que nos esperan después de la muerte. "La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo", rezamos en el prefacio de difuntos. Y santa Teresa del Niño Jesús exclamaba: "Yo no muero, entro en la vida". Un tiempo propicio para la catequesis sobre la resurrección de la carne y sobre la vida eterna a partir de las páginas que el catecismo de la Iglesia dedica a estos temas (CIC 988-1060).

Orar por los fieles difuntos. En la recomendación del alma a Dios la Iglesia habla al moribundo con una dulce seguridad: "Alma cristiana, al salir de este mundo, marcha en el nombre de Dios Padre Todopoderoso, que te creó, en el nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que murió por ti, en el nombre del Espíritu Santo, que sobre ti descendió. Entra en el lugar de la paz y que tu morada esté junto a Dios en Sión, la ciudad santa, con Santa María Virgen, Madre de Dios, con san José y todos los ángeles y santos". Eso es lo que deseamos de todo corazón para el moribundo, y eso es lo que pedimos a Dios cuando por ellos rezamos, una vez que han muerto. A nuestros difuntos nos unen los lazos de la sangre y de la fe, por eso les seguimos queriendo y deseando su bien mediante nuestras oraciones. La Iglesia, como madre de todos los cristianos, intercede diariamente en cada santa misa por los difuntos: "Acuérdate también de nuestros hermanos que durmieron con la esperanza de la resurrección y de todos los difuntos: admítelos a contemplar la luz de tu rostro" (Plegaria eucarística, II). Oremos por ellos con corazón fraterno, pues son nuestros hermanos en la fe, que nos preceden en el camino hacia la eternidad. Oremos por ellos con sinceridad y humildad de corazón, para que nuestra intercesión por ellos ante Dios sea escuchada y puedan definitivamente "estar siempre con el Señor".