XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Antonio Izquierdo   

 

 

Primera: Sir 35, 12-14.16-18; segunda: 2Tim 4, 6-8.16-18 Evangelio: Luc 18, 9-14

NEXO ENTRE LAS LECTURAS

Los términos "justicia y oración" resumen bien las lecturas de hoy. En la parábola evangélica tanto el fariseo como el publicano oran en el templo, pero Dios hace justicia y sólo el último es justificado. El Sirácida, en la primera lectura, aplica la justicia divina a la oración y enseña que Dios, justo juez, no tiene acepción de personas y por eso escucha la oración del oprimido. Finalmente, san Pablo confía en Timoteo manifestándole sus sentimientos y deseos más íntimos: "Me aguarda la corona de la justicia que aquel Día me entregará el Señor, el justo juez" (Segunda lectura).

MENSAJE DOCTRINAL

Actitudes del orador ante Dios. La oración, que es una relación entre personas que se aman, interesa tanto al orador como a la persona a la que se dirige el temblor de la plegaria. Fijemos la atención en el orador que está ante Dios. ¿Cuáles son las actitudes de éste que en la liturgia de hoy hallamos dibujadas?

1) Se agradece a Dios el no ser como los demás. Quien así ora no puede ser sino un sectario, alguien para quien los demás son todos menos los de su grupo. Alguien para quien los que no son como él son malos, dignos de reprobación y de condena. Quien ora así muestra que no le domina el Espíritu de Dios, sino el espíritu de partido. ¡Cuánto desprecio en esa individuación de "los demás": "éste publicano"! ¿Cómo es posible agradecer a Dios algo que va contra el mismo designio de Dios? El hombre que así ora, cualquiera que sea, no puede ser escuchado por Dios. Dios no toma partido por unos cuantos, para Él todos son sus hijos.

2) Se agradece a Dios los propios "méritos". En primer lugar, lo que él no es y que los demás son. Como si dijese: "Los demás son ladrones, yo no; los demás son injustos, yo no; los demás son adúlteros, yo no". Bajo esos tres nombres, que tienen que ver con el quinto, sexto y séptimo mandamiento, se resumen todos los preceptos negativos que un judío considerado piadoso tenía de cumplir. Los demás podrían pecar, podrían inclumplir alguno de esos preceptos, pero un fariseo, jamás. ¡Esa es la gloria del fariseo: cumplidor de la Ley hasta el último detalle! Agradecer a Dios la propia gloria, ¿no es como una especie de contradicción? Pero además el fariseo cumple también con todos los preceptos así llamados "positivos" sea que estén tomados de la Torah, o que provengan de la tradición de la secta de los fariseos. Así el ayunar forma parte de los preceptos de la Torah, pero hacerlo dos veces por semana (lunes y jueves), es propio de los fariseos. Igualmente, pagar el diezmo es una exigencia de la Ley, pero pagarlo sobre todo lo que se compra en el mercado, es una norma adicional de la propia secta farisaica. En su conciencia, el fariseo orador no tiene pecados, sólo "méritos". No agradece beneficios recibidos, sino méritos adquiridos. Pero entonces, ¿qué tipo de oración es esa?

3) Se reconoce uno a sí mismo pecador. ¿Quién puede, por muy fariseo que sea, reconocerse justo ante Dios? Esta es la actitud del publicano, y debería ser la del fariseo, y tiene que ser la de todos. Hay un detalle en el texto griego, que pasa desapercibido en las traducciones, y que me ha conmovido: "Ten piedad de mí, EL pecador". Por un lado, acepta la equiparación que los judíos del tiempo de Jesús hacían entre publicano y pecador. Y por otro lado parece reconocer que él, como publicano, es el pecador par excelence. Con ese grado de humildad y de arrepentimiento, se asegura que Dios oiga su oración.

Dios, juez del orador. Hay algo que impresiona en los textos litúrgicos del día de hoy. Al decirnos la actitud de Dios ante el orador, subraya la de juez. No se excluye que Dios sea Padre, pero es un padre que hace justicia. Hace justicia a quien ora con la actitud adecuada, como el publicano, y lo justifica; y hace justicia a quien ora con actitud impropia, como el fariseo, que sale del templo sin el perdón de Dios, porque, por lo visto, no lo necesitaba. Dios es un juez que no tiene acepción de personas, y por eso escucha con especial atención al orador que le suplica en su opresión. Su oración "penetra hasta las nubes" (Primera lectura), es decir hasta allí donde Dios mismo tiene su morada. Dios juzga al orador según sus parámetros de redentor, y no conforme a los parámetros del orador o de otros hombres. En la respuesta a éste Dios no actúa por capricho, sino para restablecer la "equidad", la justicia. Por eso, la corona que Pablo espera no es fruto del mérito personal, sino justicia de Dios para con él y para con todos los que son imitadores suyos en el servicio al Evangelio (Segunda lectura).

SUGERENCIAS PASTORALES

Sólo a Dios la gloria. Este domingo es una buena ocasión para examinar nuestra actitud cuando oramos. Porque puede suceder que, sin saberlo y sin quererlo, estemos orando "al estilo del fariseo". Rezo porque me lleva a la iglesia la esposa o la novia, pero estoy ante el Santísimo o ante una imagen de la Virgen más que orando, rumiando en mi interior mis preocupaciones o mis proyectos. O hablo con Dios, no tanto porque sienta necesidad de Él, sino porque necesito de todas, todas desahogarme. O voy a una casa de ejercicios espirituales o de retiro, o hago "turismo religioso", que parece que se está poniendo de moda, no tanto para rezar, sino para lograr una cierta armonía interior, para arrancar del alma el estrés. O muchas veces voy a la Iglesia, más que para encontrarme con Dios, para encontrarme con mis amistades; más que para alabar y dar gloria a Dios, para mantener mi reputación de buen católico, de persona que cumple con Dios. Recordemos: rezar es conectar con Dios. Y con Dios sólo se conecta, si se es humilde. Si en mi humildad bendigo a Dios, le agradezco su perdón y misericordia, le suplico por las necesidades espirituales y materiales propias y también por las de los hombres, entonces Dios prestará oídos a mi oración. Nuestra oración será del agrado de Dios, si buscamos su gloria y sólo su gloria. "A Él el honor y la gloria por los siglos de los siglos".

La oración del corazón. En la oración interviene todo el ser humano: su cuerpo y su espíritu, su inteligencia y su voluntad, sus gestos y posturas como sus actitudes profundas. Pero, sobre todo se reza con el corazón. De los labios del orador tienen que brotar las palabras que han nacido primero en su corazón. La postura de su cuerpo ha de ser un reflejo de la postura con que está delante de Dios en la intimidad de su alma. Los pensamientos, los afectos, las mociones interiores, las decisiones, para que verdaderamente sean de un hombre o una mujer orador, han de tener su manantial más puro en el espíritu humano, habitado por el Espíritu Santo, maestro de la oración auténtica. Con el corazón no se señala la afectividad humana, sino todo el mundo interior, ese sagrario intocable en el que se encuentra consigo mismo, se expone a la verdad de Dios, y le declara con humildad su indigencia, su pecado, su arrepentimiento, su amor. Tenemos de cuidar la oración del corazón en las oraciones vocales, para lograr que no se conviertan en algo rutinario, en un sonniquete tantas veces oído que nos deja igual. Hemos de cuidar la oración del corazón cuando meditamos, para conseguir que nuestra meditación no sea una mera especulación, por muy elevada que ésta sea; o una reflexión interesante y bella sobre la vida o sobre el mundo, sin que llegue a "mi vida" y "mi mundo"; o un monólogo en el que yo me hablo y me respondo, sin dejar lugar a la escucha silenciosa y atenta de la voz de Dios. Oremos a corazón abierto, para que Dios nos escuche igualmente con su corazón de misericordia y de amor.

MENSAJE DOCTRINAL

Bienaventuranzas... y santidad. Los ocho tipos de personas que son llamados dichosos y bienaventurados son, con la máxima propiedad, los santos. Por eso, en lugar de decir "bienaventurados los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz y los perseguidos por causa de la justicia", bastaría con haber dicho "bienaventurados los santos". Porque cada una de esas categorías de personas son expresión y, por así decir, camino de santidad. Los pobres de espíritu son los santos, porque su verdadera riqueza es Dios. Santos son los mansos, porque la mansedumbre o humildad es la actitud propia de los hombres ante el Creador y Señor. Santos son igualmente los que lloran, porque son lágrimas de arrepentimiento por los propios pecados y por los de los hombres, sus hermanos. ¿Quién más además de los santos tiene hambre y sed de justicia, es decir, hambre y sed de que Dios justifique y salve a la humanidad entera? Los santos son los más misericordiosos del mundo porque ejercitan la misericordia con los más desgraciados de la tierra, que son los pecadores. Los limpios de corazón son los santos, porque su corazón y sus pupilas han sido lavadas con la sangre del Cordero para que vean con claridad divina las cosas del cielo y las de la tierra. Los santos son quienes más trabajan por la paz, o sea, porque se den en la sociedad humana aquellas condiciones que favorezcan la concordia entre los pueblos, y sobre todo el desarrollo y progreso humano y espiritual. Los perseguidos por causa de la justicia, ¿qué otro nombre tendrán que tener sino el de santos, mártires cuya vida ha sido santificada en la soledad de la cárcel o en el patíbulo de una cámara de gas? Muchos son los caminos que Dios ha abierto a los hombres con su Evangelio, pero la meta es siempre la misma: la santidad. Una sola santidad, o mejor dicho UN SOLO SANTO, JESUCRISTO, y muchas maneras de pronunciar y confesar su nombre con la vida. "Bienaventurados los santos, porque de ellos es el Reino de los cielos, de ellos es la fecundidad espiritual en la tierra". Del santo es de quien se puede decir con mayor propiedad que estando en la tierra vive ya en el cielo, y, llegando al cielo, no dejará de estar muy presente sobre la tierra.

Amor... y santidad. La santidad es la precipitación de un encuentro de amor entre Dios y la criatura. "Dios es amor", hemos leído en la segunda lectura. Siendo Dios el principio de todo lo creado, su amor no puede ser sino fecundo, amor de Padre. Puesto que Dios es Padre, la mayor maravilla que ha podido acontecer al hombre es ser hijo de Dios. Y su mayor grandeza no será otra sino el vivir como tal, siguiendo las huellas del Hijo encarnado. El amor de Dios otorga al hombre la capacidad y la fuerza espiritual para ser santo. El amor del hombre a Dios pone en acción la capacidad recibida y la fuerza para la santificación. En esta acción, reacción de amor, Jesucristo es el caso único y el portaestandarte. Caso único porque sólo él es Hijo de Dios en sentido estricto, los demás somos hijos del Hijo en cuanto el Padre ve en el hombre el reflejo de su Hijo. Portaestandarte porque los hombres santos no hacen otra cosa sino mirar a Cristo, Camino, Verdad, y Vida y seguir sus huellas. Al venir Jesucristo a este mundo le hemos dado nuestros ojos para que con ellos vea al Padre, aunque sea de un modo opaco e imperfecto. Al pasar nosotros la puerta de la eternidad, Jesucristo nos dará los suyos para que ya no veamos al Padre ensombrecido, sino como realmente es. "Veremos a Dios tal como es" (Segunda lectura). En la relación amor-santidad se ha de mencionar el infinito número de llamadas, a que hace referencia la primera lectura tomada del Apocalipsis. No doce, como las tribus de Israel, sino doce por doce, juntando así las tribus de Israel y los Doce apóstoles de Jesucristo: los judíos y los cristianos. Pero además, no sólo 144 sino éstos multiplicados por mil, es decir, la entera humanidad. Sí, Dios quiere que la humanidad en su totalidad sea santificada por el amor y la gracia, y así tenga acceso al eterno destino de felicidad en el cielo. El número 144.000 no es un número reductivo, sino símbolo del universo humano.

SUGERENCIAS PASTORALES

La doxología de una vida santa. "Alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza, a nuestro Dios por los siglos de los siglos": ésta es la doxología que resuena sin cesar en labios de los santos del cielo. Esta doxología la hemos de pronunciar aquí en la tierra, de manera particular, los cristianos mediante una vida santa. Una doxología con la que manifestamos nuestra felicidad y nuestro agradecimiento a Dios. Somos felices en medio del sufrimiento, y alabamos a Dios. Somos felices, aunque a los ojos de los hombres no nos vaya bien, porque intuimos en ello la sabiduría divina. Somos felices, viviendo en la pobreza y en la falta de poder, y agradecemos a Dios las muestras de su providencia sobre nosotros. Somos felices, por más que la enfermedad nos tenga postrados e inutilizados, para que Dios sea glorificado en nuestra carne enferma y haga más patente el poder de su resurrección. Somos felices, porque estamos en paz con Dios y con nuestra conciencia, porque creemos en la victoria de la gracia sobre el pecado, porque buscamos únicamente la voluntad y la gloria de Dios. La ganga de felicidad que vende el mundo al por mayor, pero que dura lo que la flor de un día, y que recibe nombres efímeros como diversión, pasatiempo, placer, alborozo, jarana, contento y otros semejantes, son sólo partículas, átomos de felicidad. Nosotros reservamos el nombre de felicidad para algo más grande: la posesión y el amor de Dios, iniciado aquí en la tierra y que tendrá su culminación en el cielo. Esta doxología de una vida santa se puede cantar, aquí en la tierra, o en cualquier parte: en la iglesia y en la casa, en la oficina y en el gimnasio, en la montaña y en la playa, etcétera. Sólo hemos de tener en cuenta el consejo de san Agustín: Cantate ore, cantate corde; cantate semper, cantate bene: "cantad con los labios, cantad con el corazón; cantad siempre, cantad bien".

Comunión con los santos del cielo. La Iglesia, con la fiesta de todos los santos, celebra a todos los difuntos que ya gozan definitivamente y para siempre del amor a Dios y del amor a los hombres y entre sí. Tenemos la certeza, por otra parte, de que si vivimos en la gracia y amistad con Dios ya somos santos aquí en la tierra. Existe por tanto una comunión de los santos. Es decir, los santos del cielo están unidos a nosotros, se interesan por nosotros, iluminan nuestra vida con la suya, interceden por nosotros ante Dios. Todos podrían decir, como Teresa de Lisieux: "Me pasaré en el cielo haciendo el bien a la tierra". Yo quiero, sin embargo, referirme especialmente a la comunión de los santos de la tierra con los santos del cielo. Son nuestros hermanos mayores, que nos han precedido en la llegada a la meta y que anhelan que toda la familia vuelva a reunirse en la eternidad. Son las estrellas de nuestro firmamento que nos iluminan en la noche, no con luz propia, sino con la que han recibido del Sol Invicto, que es Cristo. Son modelos, por así decir caseros, que nos acercan de alguna manera una virtud o un aspecto de la plenitud de perfección y santidad que es Jesucristo. ¿No habrá que renovar y vitalizar nuestra comunión con los santos del cielo? Hoy es un buen día para hacerlo.