Domingo VI de Pascua, Ciclo C

Juan 14, 23-29

Autor: Padre Carmén Mele O.P

 

 

Un cantante cuenta de su tío llamado Mateo. Dice que Mateo vino a vivir con su familia después de que un tornado lo despojó de su propia familia y casa. El hombre era más de una bendición; era un amigo que guió al cantante a un aprecio profundo de la vida. Jesús les promete a sus discípulos en el evangelio hoy una tal amistad – más bien, una amistad infinitamente más beneficiosa – cuando les dice que él y su Padre harán su morada con aquel persona que cumpla su palabra. Como una madre ave construye el nido familiar la Santa Trinidad ocupa nuestros corazones. Nos hace santos por capacitarnos a florecer viviendo pobres de espíritu, llorando con los entristecidos, y anhelando la justicia tanto como el pan.

¿Qué es? ¿No nos vemos como santos? ¿No estamos seguros que aún queramos ser santos? Es cierto que muchas veces los jóvenes piensan que los santos vivan con poco gozo y cero placer. Pero la realidad no es así. Los santos se distinguen en vivir porque todo lo que tengan, comparten con la más amable compañía. Eso es, se gozan en el Señor. Como una comparación, podemos preguntarnos: ¿qué preferimos – una comida de seis platos en el Hotel Ritz-Carlton tomada sólo o una pera partida en tres por nosotros y dos de nuestros mejores amigos? Probablemente comeríamos la comida lujosa demasiado rápido para saborear su calidad. Pero gustar la fruta con compañeros confiados apacentaría nuestros corazones.

Así Jesús nos imparte su paz. Quiere decir shalóm – el concepto hebreo que significa el bienestar. La paz es regresar a la cocina de mamá después de hartarnos lastimosamente con la los buffet y de pernoctar imprudentemente estudiando. Es probar su cocido hecho no solamente con el amor sino también con el tiempo para que absorba todos los sabores. Es escuchar sus palabras de consuelo – si conseguimos todos “diez” o si fallamos completamente – que siempre seremos bienvenidos en su casa. No es la paz del mundo que es un débil saludo. Está sobrepasado sólo por la paz del Señor que nos sigue dondequiera vayamos. Porque Dios siempre está con nosotros, Su amor siempre nos refresca.

Tal vez imaginemos que la madre es más misericordiosa que Dios. Posiblemente ella se desilusione con nosotros si no le llamamos el día domingo, pero no nos quita de su gracia. Al otro lado, Dios nos parece muy inflexible, al menos como Lo recordamos de catecismo. Pero ¿quién se le quita a quién de la gracia? Cuando rehusamos a asistir a la misa dominical, nos apartamos de la luz necesaria para seguir adelante en este mundo de tinieblas. ¡Que no nos equivoquemos! El mandamiento de mantener santo el día del Señor – como todos los mandamientos – es una misericordia no un castigo. Nos hace posible alcanzar a hogar eterno que buscamos.

Jesús dice a sus discípulos, “Si me amaran, se alegrarían de que me vaya al Padre.” Nos parecen curiosas sus palabras. ¿Qué quiere decir “si me amaran”? ¿No es que sus discípulos lo amen? ¿No es que nosotros lo amemos? No completamente. Los discípulos antes de recibir el Espíritu Santo y nosotros en cuanto hayamos rechazar al Espíritu Santo tenemos un amor manchado. Muchas veces deseamos poseer al amado en vez de querer su alegría completa. Cuando Jesús encuentra a María Magdalena después de la resurrección, tiene que decirle que no se le agarre. El amor verdadero busca la unión no la posesión. La más grande herencia que nuestras madres nos han dejado es que nos han enseñado cómo amar sin el egoísmo. Su amor nos ha liberado para darnos a nuestros esposos si somos casados, a nuestros amigos si somos solteros, y a nuestras comunidades si somos religiosos. Por esta razón celebramos a nuestras madres ahora --que nos han enseñado a amar sin el egoísmo.