VII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

Marcos 2:1-12

Autor: Padre Carmén Mele O.P

 

 

(Isaías 43:18-19.21-22.24-25; II Corintios 1:18-22; Marcos 2:1-12)

Una vez una madre llevó a Lourdes a su hijo con un tumor de celebro. Con el pronóstico que el muchacho moriría en corto tiempo, buscaban un milagro. Regresaron sanados, no del cáncer sino de la desesperación. Después de ver la gran muestra de fe de parte de los peregrinos en Lourdes, el muchacho y su mamá podían aceptar la muerte con alguna calma. Como la madre, las cuatro personas llevan a su compañero a Jesús en el evangelio hoy buscando una cura.

Jesús, notándose de la fe de los cuatro, la estira para que sea realmente meritoria. No dice al paralítico que se sane, al menos en el principio. Más bien, le informa que sus pecados están perdonados. Las palabras de Jesús dejan a la gente en la casa y también nosotros con bocas abiertas. Los judíos están perturbados porque no creen que ningún humano tenga la autoridad de perdonar pecados. Nosotros tenemos otro problema. Pensando que el perdón de Dios es tan gratis como la arena en la playa, esperamos que Jesús cure al desafortunado. A la pregunta de Jesús, “¿Qué es más fácil, decir…’tus pecados te son perdonados’ o decir…’Levántate, recoge tu camilla y vete a tu casa?’” contestaríamos en un segundo la primera cosa. Aparentemente a nosotros también nos falta la fe.

Tenemos dificultad apreciar el daño creado por el pecado. Tal vez porque se despiden ofensas como llegar cinco minutos tarde por un amable “no es problema,” pensamos que nuestros pecados no tienen mucho efecto. La realidad es otro. Los pecados dañan nuestra relación con Dios tanto como con uno y otro. La mentira, por ejemplo, nos distancia de Dios que es la verdad, el único ser que nunca cambia. Donde podemos contar con Él tanto por la resurrección de la muerte como por el sol en la madrugada, nos mostramos a nosotros mismos como no siempre confiables. Ciertamente la mentira se nos aparta de uno y otro. No es sólo que otros no creerán a nosotros cuando mentimos sino que no podemos creer a los demás. Como muchas personas que han prestado dinero con una firme promesa de su devolución saben, la mentira crea un ambiente de sospecho.

Para comprobar su autoridad sobre el pecado, Jesús sana al paralítico. En tiempo el mismo Jesús va a colgarse de la cruz para salvar a todo humano de sus pecados. En Calvario el mundo entero va a aprender la respuesta a la pregunta de los escribas: “¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?” Jesús puede hacerlo porque él es el hijo verdadero de Dios Padre. Y ¿por qué Dios no perdona nuestros pecados por una declaración como Jesús hace en la lectura hoy? Podemos nombrar al menos tres razones. Primero, tan duros como somos, estamos asegurados del amor de Dios por nosotros cuando nos damos cuenta que Dios ha dado a Su hijo por nuestra salvación. Segundo, la cruz de Jesús nos enseña el sacrificio que el amor implica. Al decir que amamos a alguien, no significa sólo que nos cae bien la persona sino que estamos dispuestos a entregarnos por ella. Y finalmente, la redención por el suplicio de la cruz denota la dignidad humana. Como escribe San Pablo, si por acción del humano el pecado entró al mundo, conviene que por el humano se absuelve el pecado. Por acción de Jesús, entonces, somos aún más afortunados que aquellos 155 viajeros esperando el rescato en las alas del avión flotando en el río Hudson. Es cierto, por acción de Jesús somos afortunados.