VI Domingo de Pascua, Ciclo B.

Juan 15:9-17

Autor: Padre Carmén Mele O.P

 

 

(Hechos 10:25-26.34-35.44-48; I Juan 4:7-10; Juan 15:9-17)

Antes de su retiro el presidente George Washington escribió una carta al pueblo americano. En tiempo esta carta fue conocida como su “discurso de despedida.” La carta saluda al pueblo como “amigos y ciudadanos.” Procede a exhortar a todos a la unidad basada en la Constitución y aconsejarles que practiquen la religión para mantener la moralidad. Se ha estimado el discurso como una guía para la democracia norteamericana. En el evangelio hoy Jesús entrega su propio discurso de despedida que en algunos aspectos se asemeja aquél de George Washington.

Notablemente Jesús también se refiere a sus discípulos como “amigos.” Nuestros amigos no son todos nuestros conocidos. Más bien, son el grupo de íntimos con quienes hemos compartido lo profundo de nuestras almas para solicitar su apoyo y su ayuda. Hace doce años un periodista escribió un libro acerca de una serie de conversaciones que había tenido con su antiguo profesor universitario. El profesor, que estaba muriendo de cáncer, reveló su gran corazón en el curso del diálogo. La primera vez que el escritor lo visitó era sólo un alumno antiguo presentándole sus respetos. En el final, eran los dos verdaderos amigos. Así Jesús comparte con sus discípulos los secretos de la vida eterna. Porque somos incluidos en estos secretos, podemos considerarnos también amigos de Jesús.

Como el padre de América pide a los ciudadanos a la unidad cimentada en la ley, así Jesús llama a sus discípulos al amor mutuo basado en su mandamiento. Jesús nos manda que amemos los unos a los otros como él nos ha amado. Este amor no es jamás pasajero o superficial. Más bien, es posible que nos requiera la vida como en el caso de los mártires. Más seguido, empero, sacrificarse por el otro como Jesús hizo por nosotros significa la entrega continua por el bien de todos. Es el esfuerzo de la mujer trabajando fuera de la casa cinco días por semana y en el fin de semana haciendo todo -- desde llevar a los niños a la práctica de fútbol el sábado por la mañana hasta barrer el piso el domingo en la noche -- por el bien de la familia. O es el ministerio de un hombre a recoger las sobras de Panera y otos comercios cada viernes para repartirlas a los pobres al sábado.

Leyendo su despedida, uno tiene la impresión que George Washington se preocupaba del bien y la felicidad de sus paisanos sobre todo. Ofrece un tipo de oración cuando dice, “…que la felicidad del pueblo...sea completa.” Esto parece como el mismo motivo que mueve a Jesús a compartir con sus discípulos el mandamiento de amor. Proclama él, “Les he dicho esto para que mi alegría sea en ustedes y su alegría sea plena.” Conociendo el costo del amor, algunos no dirían que nos conduce a la alegría. Piensan así porque confunden la alegría con el placer. El placer viene y va como una sensación cuando acercamos algo bueno. Es la frescura de la mañana que marchita cuando se levanta el sol. La alegría es más profunda y duradera. Es el sentido interior que hemos amado verdaderamente. Es el descanso que tuvo el papa Juan Pablo II después de rendirse cien por ciento por veintiséis años como líder de la Iglesia y ejemplar de lo mejor de la raza humana.

No pretendemos decir aquí que George Washington era otro Cristo. Aunque fue persona de gran estatura, también hizo errores y no tuvo que entregar su vida a sus enemigos por los injustos. El propósito de nuestra comparación entre el primer presidente de los Estados Unidos y Jesucristo es evidenciar que nosotros como George Washington podemos practicar el amor mutuo que Jesús propone. Sí, nosotros también podemos amar los unos a los otros como él nos ha amado.