(Miqueas 5:1-4; Hebreos 10:5-10; Lucas 1:39-45)
Nos parece raro. Casi no podemos
creer que muchos se aprovechen del servicio. Sin embargo, allí está
la casa, tres cuadras de la mía y a lo mejor algo semejante no lejos
de la tuya, con el rotulo “lector de palmas”. Evidentemente el
residente adentro tiene negocio vaticinando el futuro. En tiempos
antiguos se les llamaba a los lectores de palmas o de hojas de te o
de los órganos internos de animales “profetas”. Sin embargo, los
profetas de Israel, como Miqueas en la primera lectura, no actuaban
así.
En primer lugar, a los profetas de Israel no les interesaba
principalmente el pronóstico del futuro. Más bien, por definición
eran llamados por Dios para entregar Su mensaje a la gente. Las
palabras de Dios llenaban sus consciencias como las aguas de diluvio
llenan un río de modo que no pudieran no decírselas a Israel. Sólo
porque Dios quería advertir a su pueblo de las consecuencias de sus
acciones, sus mensajes predecían el porvenir. Y porque Dios amó a su
pueblo, a los mensajes no les faltaba la nota del consuelo en la
visión del futuro. De todos modos se distinguían los profetas
verdaderos de los falsos tanto por sus predicciones realizadas como
por sus bases en la Ley de Dios.
El profeta Miqueas vivía en un tiempo turbulento. Los asirios, como
los soviéticos después de la Segunda Guerra Mundial, estaban
amenazando a todos los pueblos en la región. Tomó poder del reino de
Israel del norte en el año 721 a. C. y casi hizo lo mismo del reino
del sur. Pero no era la brutalidad de los asirios que molestaba a
Miqueas. El profeta entendía que ese empero – tan fuerte como fuera
– fue sólo una herramienta en las manos de Dios para cumplir Su
propósito. No, lo que le causó horror era la podredumbre en Israel.
Los militares en este supuestamente pueblo santo empujaban a los
pobres en la esclavitud por expropiar sus granjas. Entretanto los
líderes del pueblo – incluso los otros profetas -- no hicieron caso
al robo sino buscaron sobornos. Según Miqueas el dichoso Israel
traicionó la herencia que había recibido de Dios y debió sufrir Su
castigo administrado por los asirios.
Sin embargo, como con el caso de los otros profetas no hay sólo
fuego y hielo en el libro de Miqueas. Vemos en la lectura hoy el
brote de la esperanza. Un jefe nacerá en Belén para guiar al pueblo
en la justicia de Dios. No sólo tendrá nombre reconocido por todos
sino también él mismo será la paz del mundo. Nosotros vemos el
cumplimiento de esta profecía en Jesús. Lo exaltamos como la perla
que vale todo que se tiene. Los musulmanes también lo alaban como
profeta. Aún los judíos lo consideran símbolo de esperanza en
tiempos de tinieblas.
Pero no es que todo el mundo encuentre en Jesús la paz. Siguen las
guerras en Irak, en Afganistán, y en otras partes del globo. En este
país muchos andan aprovechándose de uno y otro sea por el placer,
por la plata, o por el prestigio. Se puede llamar a Jesús el
“príncipe de la paz”, pero no nos traerá la paz si no lo dejamos
dominar nuestras vidas. En el pasaje más citado del profeta Miqueas,
Dios dicta lo que Él desea del humano: “tan sólo que practiques la
justicia, que seas amigo de la bondad, y te portes humildemente con
tu Dios” (6,8). Sólo Jesús vivió estos requisitos hasta la cima de
la copa. Nosotros podemos acercarnos a este nivel por abrazarlo en
la oración y hacerlo nuestro camino de la vida.
Ya viene la celebración del nacimiento de Jesús. Concientes de ello
o no, lo festejan casi el mundo entero, al menos por un día libre.
Sin embargo, si él significará más para nosotros que el motivo para
cambio de regalos, querremos prepararnos por hacer algo más que
adornar el árbol navideño o aún colocar el nacimiento bajo de ello.
Querremos ver en él nuestro regalo preferido. Eso es, querremos
apropiarnos de él como nuestro camino de la vida. O, mejor decir,
querremos dejarle tomar poder de nosotros siéndonos la paz.