(Isaías 6:1-2.3-8; I Corintios 15:1-11; Lucas 5:1-11)
Febrero es como un dolor de cabeza. No dura por mucho pero
causa bastante angustia. Los villancicos navideños se han
desvanecido mientras las canciones de primavera todavía quedan
lejanas. Aquí en el hemisferio norteño el clima es frío, húmedo, y
nublado. Aunque caen en este mes el domingo “superbowl” para los
fanáticos de fútbol americano y el Día de Amistad para todos que
tengan un corazón amoroso, no hay ningún día libre del trabajo.
Parece que la cuarta parte de la gente está malita, algunos con
enfermedades graves. Con todo esto es tiempo para considerar la
resurrección de la muerte que san Pablo nos presenta en la segunda
lectura.
El gran apóstol se ha enterado de que algunos miembros de la
comunidad in Corinto no aceptan la doctrina de la resurrección.
Según un experto, estas personas piensan que la vida eterna es sólo
el espíritu de la sabiduría que ellos ya poseen. Para ellos el
cuerpo no tiene importancia porque va a pasar con la muerte. Por eso
dicen que se puede comer, beber, aún tener el sexo como le dé la
gana sin ofender a Dios. Esperan que en tiempo vayan a ser liberados
del cuerpo en una existencia completamente espiritual. Son como un
número creciente en nuestro tiempo que se identifican como
cristianos pero tienen algunos modos de vida tan permisivos como los
animales en el campo.
No es que esta gente parezca mala. De veras a veces actúan en
maneras laudables. Dejan propinas de veinte por ciento para las
meseras y envían aportes para ayudar a los damnificados en Haití.
Pero no examinan cómo sus acciones privadas dejan a algunos
lastimados y escandalizan a muchos. Hubo un hombre que participaban
en muchas manifestaciones por la paz. Era uno de los primeros
médicos para denunciar el uso de inyecciones para ejecutar a los
condenados por el estado. Sin embargo, dejó a su esposa de varios
años para vivir con una joven. En el proceso dejó a otros con la
duda que es necesario vivir rectamente si se tiene la política
correcta.
Pero Pablo piensa de una manera contraria. Según él nos importa lo
que hacemos con nuestros cuerpos porque tienen un destino eterno, al
menos si somos fieles a Jesús. Establece el hecho de la resurrección
del cuerpo con una lista amplia de las apariciones que hizo Jesús
resucitado. Incluye en la lista a sí mismo a quien el Señor se le
reveló por una gracia no merecida. Pablo es tan cierto de la
resurrección de Jesús como nosotros somos de la capacidad de humanos
a volar.
La próxima declaración de Pablo representa un salto de la fe. Razona
que si Cristo ha resucitado, entonces sus seguidores van a
resucitarse de la muerte también. Para esto tiene la promesa de
Jesús que dijo, “Y todos los que por causa mía hayan dejado casa, o
hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o hijos o terrenos recibirán
cien veces más, y también recibirán la vida eterna” (Mat 19,29).
Según Pablo, la vida eterna es la vida resucitada de la muerte
porque ésta es lo que Jesús nos mostró en la resurrección. Pero
¿cómo es la vida eterna?
Es una relación con Jesucristo. Es conocer a él como un hermano. Es
ver en nosotros mismos una semejanza de su rostro. Es tomar su mano
y reírse a sus chistes. Es sentir alegría como el niñito viendo a su
abuela en la puerta y exclamando, “Mami, abuela está aquí; no tengo
que ir a la escuela hoy”. Algunas piensan en la vida eterna
simplemente como tiempo que no acaba, pero no lo es en esencia. Es
el conocimiento íntimo de Jesús y su Padre Dios. Por eso, Pablo
puede escribir, “Por un lado quisiera morir para ir a estar con
Cristo, pues eso sería mucho mejor para mí…” (Fil 1,23). Porque
Jesús es humano con cuerpo como nuestro, queremos conservar a
nuestros cuerpos libres de pecado para que faciliten nuestro
conocimiento del Señor Jesús.