Solemnidad: La Santísima Trinidad, Ciclo B
San Mateo 28, 16-20:
Vida Trinitaria: Todo un programa de vida

Autor: Mons. Diego Monroy Ponce

Vicario General y Episcopal de Guadalupe y Rector del Santuario

 

 

Mis amados hermanos y hermanas, bendigamos a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo que, por el bautismo nos ha mostrado su inmenso amor al hacernos hijos suyos, hermanos de su Hijo Jesucristo y templos de su Espíritu. Por eso, llamados a ser hijos, buscamos vivir como tales siguiendo las huellas de Jesús para alcanzar la vida que su Espíritu, ya desde ahora, nos da en abundancia como garantía de la que, algún día, por su misericordia, obtendremos en plenitud.


Mis queridos hermanos y hermanas, este misterio, el misterio de la Santísima Trinidad, el misterio por excelencia que caracteriza la fe cristiana, no siempre es bien tratado, ya no digo bien comprendido, pues, por eso es misterio, porque es como una fuente que jamás se agota o como un abismo al que jamás se le ve el fondo. Como misterio, entonces, mientras vivimos estamos constantemente invitados a profundizar en él, lo vamos interiorizando y haciendo nuestro. La Iglesia lo contempla, lo medita, los reflexiona, la Iglesia lo explica y lo vive siempre. La Iglesia que somos nosotros.


Nadie como Cristo nos lo explica mejor, pues precisamente Él es quien nos lo ha revelado plenamente, ya que nos dice que vino de parte del Padre para mostrarnos su rostro y su proyecto de salvación al cual nos adherimos aceptándolo en la persona de Jesús, llevados precisamente por el Espíritu Santo. Pero este misterio, mis hermanos, está de alguna manera, ya presente en el Antiguo Testamento, como nos lo muestra la primera lectura tomada del libro del Deuteronomio.


Este texto nos lleva a valorar la experiencia del pueblo de Israel que como ninguno otro pueblo en la antigüedad tuvo que, saberse nacido y existir por una elección divina, de haber escuchado la voz sin sufrir la muerte, y de saberse acompañado tan cercanamente por el único y verdadero Dios que actúa, en medio de Él y frente a los demás pueblos, con mano fuerte y brazo poderoso. Ante todos estos prodigios, Moisés aparece en el texto sacando la conclusión de que ese Dios es el Verdadero y el Único y, que por tanto, es necesario observar sus mandatos para vivir felizmente. De manera, mis queridos hermanos y hermanas, que el texto sagrado, que contiene la Palabra de Dios, nos invita hoy también a nosotros a reconocer al Dios verdadero como el que se hace presente en nuestra historia e interviene en ella para nuestro bien. Dios no nos ha arrojado a la existencia y nos ha abandonado, no, va acompañándonos constantemente.


Pero, como decíamos, no es sino Jesús quien nos lleva a la plenitud de la revelación de este misterio. Si en el Antiguo Testamento teníamos ya la revelación del verdadero y único Dios, y aún con todas las características de un Dios muy diferente de los dioses de los pueblos, pues, se trata del Dios personal creador del cielo y de la tierra, es decir, de todas las criaturas, no dejaba de ser un Dios encerrado en el misterio de su divina soledad, sin interlocutor alguno, capaz de entrar en diálogo con Él.


Con Jesús, mis amados hermanos, por el contrario, y en su persona misma, tenemos que Dios tiene un interlocutor a su altura, que es Dios como Él. Y se nos revela, entonces que Dios no está solo sino que vive en comunión. Jesús nos dice que frente a Dios Padre está el Hijo y que ambos están unidos por el Espíritu. ¡Dios, mis hermanos, es comunidad de amor!
Forman una comunidad perfecta y viviente, cuyas revelaciones están presididas por el amor y son pura relación de amor. Esa es precisamente la significación más profunda del misterio de la Santísima Trinidad. De la misma manera que la esencia de Dios es el amor: conocerse, amarse, y ser amado. Así también el hombre creado a imagen y semejanza de Dios, ha sido creado para amar y ser a la vez amado. Qué bello nos dice Pablo en el texto que hemos proclamado de la Carta a los Romanos: somos hijos de Dios, Él es nuestro Padre, tenemos un Padre que nos creó, un Hijo que nos redimió y un Espíritu Santo que nos infundé su amor. Desde que nacemos y hasta muramos vamos acompañados de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.


Mis hermanos, seamos dignos de esta compañía. Este Dios verdadero que Jesús nos ha mostrado en su misterio y su persona, según aquella respuesta suya a Felipe: quien me ha visto a mi ha visto al Padre (Jn 14,9), se mostró todavía más cerca que nunca. Y nos ha acercado a sí en la persona de su Hijo. Esto significa, mis hermanos, que en Cristo Jesús, el Padre se ha revelado tan cercano como no puede estar más, por el momento, mientras no nos encontremos con Él después de la muerte, porque Cristo nos acerca al Padre, es decir, nos lleva, al tiempo que nos lo acerca a nosotros en su persona. De esta manera, se da un encuentro absolutamente insospechado en el Antiguo Testamento y tan nuevo y radical que los enemigos de Jesús rechazaron por incomprensible e inesperado, al grado de que por esto, lo consideraron blasfemo y digno de muerte.


Pero, enseñados por Jesús, nosotros sabemos que en esto consiste ser cristiano: en vivir, movidos por el Espíritu Santo, en íntima comunión con el Padre, por medio de Jesucristo. En esto, mis amados hermanos, consisten en ser cristiano, en vivir en diálogo íntimo con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esto comenzó con el bautismo, pues, bautizados en el nombre del Dios Trinidad, hemos sido acogidos en su misterio, en la familia divina y, por tanto nos llamamos y realmente somos hijos de Dios (1Jn 3,1).


El bautismo nos ha configurado al Hijo de Dios, a Jesucristo, por eso, Jesús nos recuerda en el Evangelio de hoy que si hemos de ser discípulos suyos, en comunión con el Dios Trinitario, no podemos serlo de cualquier modo, sino que, tal como lo exigía Moisés, también, y con mayor razón, hemos de vivir unidos a Dios por medio de la obediencia. Por eso, después de vivir esta experiencia de comunión con Dios, cuando salimos a cumplir el mandato de Jesús de ir a anunciar la salvación a todo el mundo, no podemos olvidar que el verdadero seguimiento de Jesús, una vez recibido el bautismo, se da en el cumplimiento de sus mandatos. Se trata, mis amados hermanos y hermanas, de alcanzar la meta que bajo el señorío de Jesús, todos los hombres vivan también la comunión con el único Dios verdadero.


Es lo que anunciamos al celebrar cada domingo nuestra Eucaristía, pues, asociados a nuestro Hermano mayor en su oración nos unimos por el Espíritu Santo, a todos los hombres y mujeres del mundo para vivir el misterio de la comunión con el Padre.


Vivamos, pues, mis amados hermanos y hermanas, más concientemente este misterio de amor trinitario de la Eucaristía. Pero no olvidemos, hermanos, que es voluntad muy puntual de Jesús que vivamos siempre en comunión con los hermanos, especialmente los más necesitados. Es ésta la mejor experiencia real de comunión con el Dios del amor.
Nuestra Muchachita y Celestial Señora, Santa María de Guadalupe, que está y camina siempre con nosotros, nos preside en este misterio de comunión.
Amén.