Domingo de Ramos en la Pasión del Señor, Ciclo B
San Marcos 11, 1-10:
¡Hosanna en el cielo!

Autor: Mons. Diego Monroy Ponce

Vicario General y Episcopal de Guadalupe y Rector del Santuario

 

 

¡Bendito seas Señor Jesús, que has venido a traernos la misericordia de Dios Padre y te has entregado hasta la muerte para darnos vida y vida en abundancia!

 

Mis hermanos y hermanas muy queridos en el Señor, la celebración de hoy, tan rica en signos y expresiones es muy elocuente por sí misma. De manera que la reflexión de este momento debe ser breve, a fin de que a lo largo de la Santa Misa vayamos meditando cada uno de los elementos que se nos ofrecen. Esta celebración ha estado presedida por una solemne procesión con la que hemos querido inaugurar lo que comúnmente llamamos: Semana Santa.

 

Recordando, el día en que entró Jesús a Jerusalén para llevar a término su obra redentora e imitando: a los hombres, mujeres y niños, que lo aclamaron. Nosotros, también, hemos participado con devoción llevando palmas, ramos en las manos para aclamar a nuestro Salvador, para cantarle ¡Vivas! a nuestro Rey. Aquella multitud que acompañó a Jesús no entendía plenamente el alcance de esta acción; de tal modo que 5 días después, influenciada por las autoridades religiosas: los escribas y los fariseos, pidieron su muerte. Nosotros, más de 20 siglos después, recordamos aquel momento asumido por Jesús, llevado sólo por el amor a nosotros y en la más perfecta libertad: “a mí nadie me quita la vida, yo la doy voluntariamente”. Había dicho en alguna ocasión.

 

Así, también, nosotros al igual que los contemporáneos de Jesús, hemos pasado del júbilo a la tristeza; del júbilo momentáneo de su entrada a Jerusalén al asombro. Panorama que se cierne sobre este asombroso momento de Jesús. El Evangelio de Marcos nos reproduce crudamente ese contraste entre los vítores entusiastas del pueblo y el sentimiento de abandono progresivo, de soledad indescriptible, que experimenta Jesús. Primero: ¡Viva el Rey de los judíos! ¡Hosanna! Y después ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!

 

En ese abandono, hermanos, se condensa la zozobra en la angustia de toda persona arrinconada y olvidada. En ese Siervo de Yahvé, que padece toda clase de sufrimientos; Dios asume la aflicción del hombre. Es Dios quien se ha abajado sin reclamar ningún derecho hasta tomar la figura del más humilde de todos los hombres para elevarlo hasta el calor de sus propias entrañas. Es el consuelo para el abatido. Él es compañía para el desamparado, fidelidad para el traicionado, solamente Dios es nuestro verdadero hogar. Jesús se convierte en ejemplo de valentía para afrontar, sin rehuirlas, ni rebajarlas, las exigencias de una vocación. Esa fidelidad aunque le lleva hasta la muerte no es un fracaso, ese es su verdadero triunfo. Lo proclama de una manera sugestiva y directa el Centurión: “realmente este Hombre era el Hijo de Dios”. Es alentador constatar que siempre puede haber una mirada que penetra más allá de lo superficial y descubre otra realidad escondida.

 

Mis amados hermanos y hermanas, a lo largo de toda esta semana se nos pide que agudicemos nuestra mirada interior. No es suficiente con sentir compasión o admiración debemos ir más allá y hundir nuestra fe en Jesús. Nos corresponde rendir nuestro espíritu a Él para poder identificarnos con Él. Reproducir sus mismos sentimientos y ser testigos de su Evangelio. Así, sintonizaremos mejor con los temores, las soledades, las angustias y los desconciertos de cuantos viven a nuestro lado.

 

Y para terminar un último detalle: a Jesús lo vemos inquieto y desasosegado hasta la oración en el Huerto de los Olivos. Desde el momento que se confía totalmente a Dios: “que se haga tu voluntad” recupera un dominio sorprendente sobre sí y sobre los acontecimientos posteriores. No perderá jamás su entereza y dignidad, la vida adquiere un nuevo sentido. No cabe duda que la oración es fuente de fortaleza. Y Jesús a pesar de la soledad y el abandono, que experimenta hasta de Dios acaba pronunciando la oración, más hermosa que podamos imaginar: “en tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu”.

 

Recodemos, también hoy, la presencia entrañable de la Santísima Virgen María, nuestra Niña y Muchachita en estos misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Ella estuvo, como Madre junto a su Hijo, otros muchos huyeron de la cruz, Ella no, estuvo ahí, crecía en su fe, callada, sufriendo con su Dios y estuvo llena de gozo con la comunidad que celebraba la Resurrección de Jesús. Como estuvo, también, 50 días más tarde, cuando bajo sobre la comunidad vivificadora del Espíritu en Pentecostés.

 

Mis amados hermanos y hermanas, pidamos al Señor y Padre nuestro, que no sólo valoremos la trascendencia de este acto suyo, sino que lo agradezcamos y lo aprovechemos para gloria suya y para nuestra salvación. Que no nos suceda, como a sus contemporáneos, que lleguemos a olvidar al que hemos reconocido como Salvador y Señor, sino que más bien crezcamos en gratitud, crezcamos en amor adhiriéndonos cada vez más profundamente a su persona.

 

Que el Señor nos conceda vivir plenamente dispuestos a morir, para resucitar por Él, con Él y para Él. Y que al llevarnos las palmas benditas a casa estemos llevándonos un signo de nuestra determinación de estar con Jesús en las buenas y en las malas. Por eso conviene poner esta palma en un lugar visible, como la puerta de la casa. Si además tejemos en esa palma una cruz será para recordar que Jesús nos amó hasta el extremo y que ha querido compartir con nosotros la vida entera tanto en la alegría exuberante, como en el sufrimiento y la dureza de cada día.

 

Que así sea.