XIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 5, 21-43:
La fe es un encuentro personal que lleva a la vida

Autor: Mons. Diego Monroy Ponce

Vicario General y Episcopal de Guadalupe y Rector del Santuario

 

 

Queridos hermanos: El Dios en quien creemos, es Señor de la vida. Él no hizo la muerte, nos lo dice tajantemente el comienzo de la primera lectura. Efectivamente nacimos para la eternidad; más aún para la vida eterna, perfecta, la que se da en la felicidad perfecta y plena. Precisamente, la vida que nos ha alcanzado nuestro Señor Jesucristo con su muerte ‒¡qué paradoja!‒ y con su resurrección. La muerte, entonces, no tiene derecho alguno sobre nosotros y, en todo caso, la vida que Cristo nos da la supera totalmente. Es lo que nos da la fe, en primer lugar.

 

El domingo pasado, mis hermanos, escuchamos a Jesús reprochando a los discípulos su cobardía y su falta de fe. Recordemos que lo que Jesús nos pedía es que pongamos toda nuestra confianza en Él, que camina siempre junto a nosotros de tal manera que estando seguros  de su cercanía fiel y fraternal no tenemos por qué temer nada. Hoy el evangelista nos presenta a nuestra consideración dos situaciones de oración y de fe diferentes aunque, en el principio, imperfectas. Podríamos decir que se trata de dos procesos de fe desde posturas diferentes.

 

La primera actitud, la de Jairo, el jefe de la sinagoga, es imperfecta en cuanto que se pone a dar instrucciones acerca de lo que, según él, debe hacer Jesús para que su hija sane: Ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva. Pero cuando Jesús se va con él en el camino se entretiene todavía para atender la necesidad de una mujer que pretendía robarle el milagro de una curación que le permitiera vivir con dignidad, pues vivía como impura a causa de su enfermedad de ya doce años. Y cuando llegan a decirle de su casa que desista de su petición, puesto que la niña ya había muerto, Jesús lo anima diciéndole: No temas, basta que tengas fe.

 

En ambos casos, mis queridos hermanos, nos encontramos con dos casos de fe inmadura. La de Jairo no es perfecta en un principio porque no es total, puesto que pretende decirle a Jesús lo que tiene que hacer. No es total y confiada como les exigía a sus discípulos el domingo pasado. En ese episodio evangélico la súplica nacía del miedo y de la necesidad de verse liberados del peligro, como si Dios tuviera que actuar en la dirección que le señalamos. Pareciera que a Dios le faltara creatividad y que somos nosotros los que tenemos que decir, a detalle, lo que debe hacer para satisfacernos. Se trata de una fe que pretende poner a Dios a nuestro servicio en la medida en que lo necesitamos, ni más ni menos.

 

Por otro lado la fe de la mujer enferma pretende obtener los servicios de Jesús como de una manera mágica: pensando que con sólo tocarle su vestido, se curaría. Piensa que no tiene necesidad del encuentro y del diálogo con Jesús.

 

Veamos, entonces mis hermanos, cómo, por las actitudes de Jesús ante el comportamiento de estas personas, podemos llegar a entender que la fe implica un diálogo. En primer lugar, nuestra oración y la expresión de la fe exigen que, por nuestra parte, no pretendamos imponer a Dios lo que tiene que hacer en las situaciones de necesidad en las que nos encontramos y por las cuales necesitamos de su auxilio ‒y, por desgracia, con mucha frecuencia sólo en éstas‒. Tal es la actitud de Jairo. Pero, en segundo lugar, entendamos también que la fe implica, que no pretendamos alcanzar lo que necesitamos por la supuesta fe con que la buscamos el favor divino. A veces, mis hermanos, manifestamos esta actitud cuando decimos ingenuamente: “tú ten fe y conseguirás lo que pides”. Esto no es fe, mis hermanos, es pretensión de manipular a Dios. Es ésta la actitud de la mujer enferma.

 

Vivimos en un tiempo científico-técnico donde sólo lo demostrable y empírico es valorado. En cambio la fe se mueve en otro horizonte: CREER EN OTRO, CONFIAR EN SU PALABRA Dejando de lado nuestras seguridades, nos ponemos en las manos de otro. Antiguamente oíamos hablar de la providencia divina, los fieles confiaban en la preocupación paternal de Dios por ellos. Ahora en cambio deseamos tener todo bajo control y no nos creemos que Dios está continuamente pendiente de sus hijos. Alimentemos, pues, nuestra fe. Dejemos de lado nuestras ansias de dominio  de las situaciones que vivimos y creamos con todas nuestras fuerzas en Jesús, el Hijo de Dios, que nos ofrece una vida en plenitud”.  (GOÑI, José Antonio. MISA DOMINICAL 9. Pág. 11 y 12 – Año XLI)

 

La fe que expresamos en la oración de súplica, mis hermanos, se da en un encuentro y, como todo encuentro, y especialmente con Dios, se realiza verdaderamente en el diálogo. Necesitamos, entonces, comenzar por exponerle nuestra situación, como lo hace Jairo y le falta a la mujer enferma; pero hemos de abstenernos de darle instrucciones de cómo tiene que actuar como lo hace Jairo ¡COMO SI LO NECESITARA! ¡COMO SI A DIOS LE FALTARA CREATIVIDAD! La oración nos ayudará a entender mejor la situación y dejaremos que Él actúe como le parezca, con una actitud madura que nos lleva a confiar plenamente en Él. Porque Él sabe, mejor que nosotros, lo que nos conviene. Por eso Jesús le dice en el segundo momento: No temas, basta que tengas fe.

 

Por otro lado, y tomando en cuenta el mensaje de la primera lectura, podemos estar seguros de que, cuando hablamos con Dios en la fe para exponerle nuestras necesidades, carencias o dificultades de nuestra vida, Dios siempre actuará ‒muchas veces a pesar de la evidencias‒ a favor nuestro en todo momento, porque Él es Señor de la vida y no quiere para nosotros nada que nos lleve a la muerte y, mucho menos, a la muerte eterna.

 

Es precisamente lo que celebramos en la Eucaristía, cada domingo: que Dios nos da la salud perfecta y nos ayuda en nuestras necesidades más sentidas, y las que con frecuencia no sentimos, como son, por ejemplo, las que tiene relación con la salvación eterna. Solemos estar preocupados por la salud física y esto nos lleva a buscar Dios, pero pocas veces sentimos la necesidad de la salud eterna que comienza a darse a lo largo de nuestro paso por esta vida con la práctica de una fe verdadera, una caridad más ardiente y una profunda esperanza en aquél que no quiere otra cosa que nuestro bien supremo: la vida eterna. Al entrar en diálogo con Dios con ocasión de cualquier necesidad, si dejamos que actúe el Señor, podremos experimentar algo, en lo más profundo de nuestro ser, que nos dará paz, serenidad y alegría de hacer lo que a Él le plazca, aún en medio de los sufrimientos.

 

Como siempre, tenemos en Nuestra Niña y Celestial Señora del Tepeyac, nuestra amada Madrecita; sus palabras de aliento: “Que nada te preocupe, que nada te espante, no estoy yo aquí que tengo el honor de ser tu Madre… estoy aquí para escuchar sus quejas, penas y lamentos y curar todos tus males” (N. M. 119-120) Ella es un ejemplo a seguir en su fe total que se manifestó en su entrega a la voluntad de Dios. Amén.