Fiesta: Bautismo del Señor, Ciclo B
San Marcos 1, 7-11

Autor: Mons. Diego Monroy Ponce

Vicario General y Episcopal de Guadalupe y Rector del Santuario

 

 

Mis amados hermanos y hermanas, en el corazón de Cristo Jesús.

 

La época de Navidad ha ido lentamente transcurriendo desde el 25 de diciembre hasta llegar a esta fiesta del Bautismo del Señor. En todo este tiempo hemos visto la gloria de Dios. De un Dios que rompe toda expectativa humana para sorprendernos con su humildad y pobreza en la persona de su Hijo Jesucristo.

 

No terminamos de admirar y menos de adorar este misterio inefable de la misericordia de Dios. La fiesta del Bautismo de nuestro Señor, como culminación del misterio de la Navidad nos lleva una vez más a contemplar el misterio con actitud de humilde gratitud y profunda devoción. Como en el día de la Encarnación del Verbo, esta fiesta de hoy, también, nos invita a meditar sobre la admirable condescendencia del Verbo de Dios. Ante la predicación del Bautista sobre la rivera del Jordán para la conversión de los pecados a fin de acoger el Reino de Dios. Jesús aparece de pronto en el escenario de la penitencia, junto con todos los hombres en su situación de pecadores. Asumiendo completamente nuestra historia, como un hombre más entre los hombres, bajando al agua igual que la muchedumbre para hacerse bautizar sin ser él pecador.

 

Viene de Nazaret, una pequeña e insignificante aldea de Galilea de donde sólo pueden salir agricultores o algunos artesanos, albañiles, carpinteros o plomeros. ¿Puede salir algo bueno de Nazaret? preguntará más tarde Natanael. El que es santo como Dios acude al rito de penitencia necesaria para los hombres. Se mezcla con los hombres que han de convertirse, pero sin que Él tenga necesidad de conversión. Se va manifestar, como el Hijo predilecto de Dios y como tal va a actuar, pues, no necesita confesar sus pecados, sino que va a manifestar que Él vive en una relación muy especial con su Padre Dios. A la manera del pueblo antiguo que salió de Egipto para servir al único Dios verdadero y para ofrecerle sacrificios, que pasó por el mar rojo y después por el sendero seco a través del Jordán; Cristo, jefe de un nuevo pueblo, sale hoy de las aguas del Jordán como el jefe del nuevo pueblo liberado con una liberación definitiva, para ofrecer a Dios el único sacrificio a su padre, el sacrificio de su vida en la cruz, para el perdón de los pecados.

 

Entonces, mis queridos y amados hermanos, vemos que Jesús no es perdonado de nada, sino que su bautismo significaría que es Él quien va a obtenernos la reconciliación con su Padre. Por su parte el Espíritu que baja sobre Jesús permanecerá para siempre en Él. Este Espíritu, que después del pecado no moraba ya entre los hombres, permanecerá para siempre en Él y en cada uno de los miembros del nuevo pueblo, que somos nosotros, la Iglesia.

 

Mis amados hermanos y hermanas, ¿Qué significa para nosotros, que hoy celebramos este misterio? A  nosotros que hemos nacido y vivido en la Iglesia, por medio del bautismo, se nos da hoy la oportunidad de redescubrir y valorar la grandeza que nos viene de nuestro bautismo como una vocación y una misión. Podemos decir que, igual que con Jesucristo, en el bautismo hemos sido llamados a formar el nuevo pueblo en Cristo para gozar de las gracias divinas del amor y la misericordia que se nos dan como prenda de la vida de Dios. Por el bautismo, mis hermanos, nos incorporamos a Cristo, al Ungido. En el bautismo recibimos también nosotros el Espíritu de Dios y podemos escuchar la voz del Padre: “Tú eres mi hijo”  y  Jesús nos hace participes de su filiación divina.  Es una consecuencia lógica de nuestra identificación con Cristo. La prueba de que somos hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que nos hace exclamar: ¡Abbá!, ¡Padre! Y si eres hijo, eres libre, eres heredero, eres un príncipe, diríamos un semidios.  Y si eres hijo, ya sabes cual ha de ser tu oración: abbá, papá, papacito. Tú eres padre. Sí padre, en ti confío, Padre. Nada temo Padre. Lo que tú quieras Padre. Exactamente como nuestro Señor Jesucristo.  No eres esclavo. Ya no eres esclavo, sino hijo. Pero un hijo que se forma en el servicio, en la entrega en la donación. No está hecho para ser servido sino para servir. Cuando mira a Dios dice: Padre. Cuando mira a los hombres dice: hermanos. Y si son hermanos tienen que ser amados, tienen que ser queridos, tienen que ser servidos.  El Espíritu es energía y fuerza que te desequilibra, te rompe y envía para que salgas de ti mismo y vayas al encuentro del otro, al encuentro del hermano. El ungido se sentirá como Jesús enviado a dar buenas noticias a los pobres, luz  los ciegos, libertad a los cautivos.

 

En efecto, mis hermanos, el bautismo nos da la posibilidad irrevocable de vivir solo para, en y por Dios, en su familia, en la Iglesia.  Es el inicio de una nueva vida a la manera de un nuevo nacimiento.  Podríamos decir que todos los que habríamos de creer en Él, fuimos bautizados con Él en el Jordán. Con Jesús hemos pasado de la muerte a la vida, con Jesús hemos pasado de las tinieblas a la luz indefectible de su misterio. De la solidaridad en el pecado, a la comunión en el amor, de la soledad y del egoísmo a la comunión de hermanos e hijos de Dios.

 

En fin, mis queridos y amados hermanos,  la vida cristiana se resume en vivir el propio bautismo, día a día, constantemente.  A lo largo de nuestra vida no hacemos en la práctica de la fe otra cosa que ir refrendando el compromiso inicial del bautismo. Así cada vez que damos culto como asamblea o en privado en la oración y en la práctica de la caridad, no hacemos otra cosa que vivir la opción original y el don del bautismo.  En esto consiste ser cristiano.

 

 

Quiera Dios que en el Encuentro Mundial de la Familias, que iniciará esta semana, se reflexione a fondo en la tarea de los padres de familia de iniciar y mantener a todos sus hijos y a todos los miembros bautizados en el continuo crecimiento de la fe, de la esperanza y el amor, mediante la oración, el estudio y la profundización de la Sagrada Escritura.  A propósito del año paulino y del reciente sínodo sobre la Palabra.

 

Y que la Dulce Señora del Cielo, nuestra amada madrecita y niña Guadalupe, nos mantenga en el deseo sincero y fervoroso de parecernos cada vez más a su hijo conforme a su voluntad.

 

Que así sea, mis amados hermanos.