I Domingo de Cuaresma, Ciclo B
San Marcos 1, 12-15:
Del desierto a Galilea

Autor: Mons. Diego Monroy Ponce

Vicario General y Episcopal de Guadalupe y Rector del Santuario

 

 

¡Alabado seas mi Señor por mi hermana el agua!

¡Alabado seas por mi hermano el sol!

¡Alabado seas por mi hermano el arco iris! Hijo de los dos símbolos de la alianza de amor de Dios con su pueblo. Abrazo de amor de Dios a la Tierra toda, a la humanidad entera.

 

Mis queridos hermanos y hermanas, el Señor Dios, nuestro Padre, nos concede una vez más iniciar el camino cuaresmal. Este tiempo especial de gracia que mira a la Pascua como su punto de llegada y realización, ha comenzado con el signo de la imposición de la ceniza sobre nuestras cabezas. Ese signo litúrgico y penitencial es también signo de realismo, mortificación y de humildad, de abatimiento y de esperanza, pues, reconocemos con Él nuestra situación de pecadores que desean ser redimidos por el poder de Dios misericordioso.

 

Mis amados hermanos y hermanas, ése es el espíritu de la Cuaresma. Pero, son muchos los signos de la Cuaresma, y hoy el Evangelio nos trae a nuestra consideración el tema del desierto tan arraigado en la tradición bíblica prácticamente desde el nacimiento del pueblo de Dios, del pueblo de Israel. La cuna del pueblo elegido fue el desierto donde sufrió la prueba durante cuarenta años para alcanzar la tierra prometida. Ahí tuvo las experiencias más profundas, que marcaron y definieron y dieron sentido a su existencia. El páramo, con su rudeza, frialdad y soledad fue el ambiente donde el pueblo de la Alianza experimentó la ternura y la misericordia del Dios recientemente conocido. Más aún, ese fue el instrumento del que el Señor se valió para darse a conocer con todo su poder, pero también con todo su amor.

 

A lo largo de la tradición judeo cristiana ha habido muchos hombres cuya vocación y misión se han visto marcados por el desierto. Sobresalen entre ellos Moisés, Elías, Juan el Bautista, y desde luego el mismo Señor Jesús y muchos padres y madres del desierto, como se les llama a los monjes y monjas, que han enriquecido la tradición de la Iglesia. Podemos, queridos hermanos, sin haber experimentado su realidad física, alcanzar a entender que el desierto, al mismo tiempo que atrae, causa inquietud, lleva  a la aventura, obliga a la soledad, hace sentir las limitaciones de todo y es causa tan gran temor que a veces provoca el fracaso. Ayer lo meditábamos con un grupo de migrantes, que me pidieron un mensaje para los condados de Nueva York. Ustedes, hermanos, han experimentado el desierto, terriblemente, y muchos han quedado en el desierto, otros lo han superado, lo han traspasado. Lo que sucede es que a largo de la vida, en medio del ajetreo de las ocupaciones, y del ritmo acelerado de la vida, llegamos a sentir un desierto existencial por la falta de encuentros personales; porque nos sentimos, además de solos, confundidos o perdidos en el camino. En esta clase de desierto podemos sacar algo que nos permita crecer.

 

Pero, también, mis hermanos, algunas veces deseamos vivirlo en su aspecto positivo para lograr esos encuentros con nosotros mismos, con aquellos a quienes amamos, con Dios mismo. Desde la pedagogía divina podemos valorar la experiencia del desierto si nos arriesgamos a entrar en Él para ese encuentro con nosotros mismos, desde la perspectiva del plan de Dios. Desierto significa espacio, significa tiempo y significa camino. Es una situación por la que todos estamos invitados a pasar para crecer, para madurar en la fe, en la esperanza y en el amor. De todos modos la hemos de vivir. Eso lo sabemos por experiencia, y, entonces, mis hermanos, más vale que acudamos libremente y con valentía a correr esa experiencia como Jesús que conducido, empujado por el Espíritu Santo, vivió intensamente. Los tres evangelistas sinópticos: Marcos, Lucas y Mateo, nos hablan que el Espíritu arrojó a Jesús, condujo a Jesús al desierto.

 

Pero, antes de continuar nuestra reflexión, es necesario caer en la cuenta de que el desierto es una etapa hacia algo definitivo. En el Evangelio de hoy san Marcos nos hace saber que después del desierto, Jesús se fue a Galilea para anunciar el Reino de Dios. Entonces, conviene que entendamos que es un paso en el tiempo, es un camino en el espacio, como fue para el pueblo de Israel su paso hacia la tierra prometida. Se trata de un medio y no un fin en sí mismo.

 

Por eso el desierto nos obliga a caminar. Es muy importante avanzar para llegar a la meta. Las dudas, los tropiezos, es decir; las tentaciones y las adversidades no deben detenernos. La soledad, las limitaciones y las carencias no pueden impedir, que nos lancemos a la aventura. Ese es el miedo que muchas veces sentimos en el desierto de la vida, pero debemos y podemos superar si nos dejamos llevar, como Jesús por el Espíritu Santo que nos conduce por esa experiencia que podemos admitir como necesaria para madurar, para crecer, para llegar a la meta.

Entremos, entonces, mis hermanos, con buen ánimo y libertad a vivir intensamente la Cuaresma, como un espacio donde podemos escuchar con mayor intensidad y eficacia la voz de Dios que nos revela su misterio y nuestra identidad como hijos suyos. Es un tiempo de lucha, no con fuerzas externas y ajenas a nosotros, sino la mayoría de las veces, mis hermanos, son luchas contra nosotros mismos: el egoísmo, la apatía, el miedo y la falta de amor a Dios y al prójimo, como tenemos que estar luchando una y otra vez con esto. Cada vez que pensemos en nuestro yo, que pisoteamos nuestro orgullo, nuestra soberbia damos un paso hacia la tierra prometida, acumulamos amor para un día poseer eternamente ese amor.

 

Por eso, mis hermanos, la Cuaresma es oportunidad de experimentar el gran amor que Dios nos tiene. Pero hagamos el esfuerzo de darle espacio y tiempo. Agudicemos el sentido de la escucha interior para dejarnos enseñar y, tal vez, consolar, decíamos el Miércoles de Ceniza: a papachar por Dios. Y ese a papacho de Dios lo vivimos nosotros aquí en su casita de la Señora, Ella como trasunto del amor de Dios. Que siempre con su rostro dulce amable y sereno nos conduce a Cristo Jesús, encarnación del amor del Padre.

 

En este Tiempo de Cuaresma, mis hermanos, agudicemos la mirada para ver lo que Él quiera mostrarnos y el camino que por el cual nos quiere conducir hacia la tierra prometida.

 

Jesús venció el mal con su fidelidad al proyecto divino, estará esta Cuaresma de nuestra parte para ayudarnos a vencer cualquier obstáculo en el camino hacia la Pascua eterna. Atrevámonos, mis hermanos, a vivir muy especialmente el amor de Dios en la oración, el ayuno y las obras de misericordia propuesta de Jesús al comenzar la Cuaresma. Esto nos llevará a vivir en e gozo y en la alegría la Pascua como signo del encuentro definitivo con Dios al que estamos llamados todos y cada uno.

 

Caminemos juntos, caminemos como familia, como lo hizo el pueblo de Israel y lo hace hoy la Iglesia con Jesús a la cabeza. Hagámoslo participando en todas las actividades que la Iglesia pone a nuestro alcance, de una manera especial, mis hermanos, la Sagrada Eucaristía que celebramos solemnemente domingo tras domingo. Ojala que ustedes pudieran participar en la Eucaristía semanal, también. Otro de los grandes recursos que la Iglesia nos pone es el Sacramento Penitencia, el Sacramento de la Reconciliación.

 

Bendito sea Dios que aquí en nuestro Santuario siempre tendremos, siempre encontraremos confesores, en este momento hay tres, aquí a mi mano izquierda y a mi mano derecha tenemos tres también. Para reconciliarnos, para ponernos en paz con Dios, con nosotros mismos y con nuestros hermanos.

 

Que increíble cuando el peregrino llega a esta casita de la Señora y dice: antes de ver a mi Madre quiero ponerme a mano con mis hermanos. Ojala que sintamos esa mirada misericordiosa de la Madre porque ya nos pusimos a mano con nuestros hermanos a través del Sacramento de la Reconciliación, a través del Sacramento de la Penitencia, mediante el cual nos reconciliamos con Dios y con los hermanos.

 

Mis queridos hermanos, recordemos como en esta Basílica el 18 de enero pasado se concluyó el VI Encuentro Mundial de las Familias. En una multitudinaria celebración Eucarística. El Legado Papal y Secretario de Estado Vaticano su Eminencia Tarcisio Bertone clausuró los trabajos de este importante evento eclesial y mundial. Recordemos, como afirmó que todos los miembros de la familia deben comprometerse con el desarrollo de los valores humanos y cristianos, sin olvidar que esto tiene peculiar responsabilidad papá y mamá. Éstos deben ser sus principales transmisores. Los llamó a ser padres que brinden ternura y afecto a ser coherentes, a actuar en razón y en consecuencia con la autoridad. Esto llevará a los hijos a madurar a ser equilibrados, constructivos y creativos. Dijo: esto sólo se podrá lograr si ellos a pesar de las limitaciones humanas deben vivir coherentemente el amor como un don total de la propia vida de uno al otro construyendo su casa sobre roca firme y al concluir la Eucaristía el Papa Benedicto XVI se hizo presente mediante un enlace satelital. Visiblemente emocionado el Papa dirigió unas palabras a todos los participantes del congreso. Y retomaba la idea: la familia es la iglesia doméstica. Aseguró que la iglesia domestica, el hogar cristiano, esta llamada a cultivar el amor, el respeto, la justicia y la colaboración entre sí y las demás familias. Debe ser la familia la primera en manifestar la presencia del Salvador, de la Iglesia, la presencia de Dios. Hoguera, hogar, donde esta el fuego del Espíritu ardiendo siempre. Para ello afirmó el Papa: es imprescindible en su misión la oración en familia, la meditación de la Palabra de Dios.

 

Amadas familias, aquí presentes y las que a través  de diversos medios nos están escuchando, ¿qué tanto tiempo dedican a la oración? ¿qué tanto tiempo dedican a la meditación de la Palabra de Dios? Un día fui a visitar a una familia, me dijeron: mire, Monseñor ¡qué bonita la Palabra de Dios! aquí está, mire que grande Biblia, de lujo. Que pena tienen encerrada la Biblia ahí, ustedes hasta con candado para que no maltraten. No es para eso la Biblia es para leerla, es para meditarla, es para interiorizarla.

 

El Papa, recuerdo, resaltó: el valor de la convivencia en el hogar, así como en la sociedad creando estructuras de justicia y solidaridad participando cada uno de diversos modos y formas. También, señaló el Papa: que la familia es la institución única y necesaria al inicio de la vida humana, su presencia es imprescindible, también, al final de la insistencia humana. No hay mayor don para un ser humano que pertenecer a una familia.

 

Esta familia León que hoy 25 años, felicidades, 2 hijos exitosos. He estado en estos días en sus premiaciones en la embajada de Francia. ¿Por qué  exitosos? porque han tenido una familia, un padre y una madre, y se han acompañado y caminado juntos. Y estoy seguro que así habrá muchas otras familias, donde se respira el amor, la alegría, el gozo, donde se alienta y se promueve la dignidad y el derecho.

 

Que nuestras familias luchen por esto y todos de acuerdo a los valores del Evangelio y de las disciplinas humanísticas. Así mismo nos exhortó el Papa a tener confianza en Dios, pues, la familia está inscrita en el corazón del Creador. Trabajar en la familia, insistió: es trabajar por el futuro digno y luminoso de la humanidad y por la construcción del Reino de Dios.

 

La familia está llamada a ser evangelizada y convertirse en evangelizadora. La familia está llamada a ser humana y por tanto humanizante en esta sociedad deshumanizada, que estamos viviendo donde la cultura de la muerte trata de atraparnos.

 

Mis amados hermanos y hermanas, pongamos en el corazón de nuestra amada Madrecita Santa María de Guadalupe a todas nuestras familias, que sean ellas la casita que pide la dulce Señora del Cielo. Y estamos seguros, también, de que nuestra Muchachita, Celestial Señora y Madre nuestra nos acompaña en este camino cuaresmal para vivir la Pascua de Resurrección.

 

Que así sea.