IV Domingo de Cuaresma, Ciclo B
San Juan 3, 14-21:
El Padre mandó a su Hijo al mundo para salvarlo

Autor: Mons. Diego Monroy Ponce

Vicario General y Episcopal de Guadalupe y Rector del Santuario

 

 

Bendito y alabado sea nuestro Padre Dios quien, en su infinito amor por nosotros, dispuso enviarnos a su amado Hijo a fin de que por la fe en Él podamos todos alcanzar la salvación que nos obtuvo en su muerte y resurrección.

Mis amados hermanos y hermanas, en la primera lectura, tomada del segundo libro de las Crónicas, tenemos un resumen muy dramático de una etapa de la historia de Israel, tal vez la más fuerte en la experiencia del pueblo con Dios. La caída de Jerusalén, el destierro en Babilonia y el retorno. Y, como efectivamente lo reconoció el pueblo, eso se debió a sus innumerables infidelidades a pesar de las llamadas de Dios, siempre fiel, les hizo mediante sus mensajeros los profetas. No podemos dejar de maravillarnos ante el contraste entre la fidelidad de Dios y la infidelidad y la necedad del pueblo. Pero es muy importante, para nuestro aprovechamiento espiritual, que no podemos evitar vernos reflejados en esa situación; sino al contrario, si somos honestos nos vemos obligados a contemplar y a agradecer la gran misericordia de Dios frente a nuestras constantes rebeldías, frente a nuestras constantes infidelidades y pecados.

La segunda lectura, tomada de la carta de san Pablo a los Efesios, también toca el tema del amor indefectible y, por lo mismo, amor admirable del Padre que por su Hijo y en su Hijo Jesucristo nos ha dado, por pura generosidad suya, la vida eterna. 

Pero el mismo Jesucristo quien, hablándonos una vez más del tema en el Evangelio de san Juan, nos revela el misterio del amor de Dios mediante la cruz. Es en ella, en la cruz, según nos enseña, donde Dios ha mostrado definitivamente el amor  entrañable que nos tiene. Es Jesús en la cruz donde podemos contemplar y experimentar no sólo el amor sino todavía más, mis hermanos: la fuente de ese amor, la fuente de la salvación. No nos queda otra cosa que ver en Jesús crucificado la fuente de la vida eterna. Esa vida a la que nos había destinado desde la creación, por pura gracia suya como dice san Pablo.

Mis amados hermanos y hermanas, estas consideraciones nos llevan a sacar consecuencias muy importantes para nuestra fe. En primer lugar, valorar para entender lo que dice Jesús: tanto amó Dios, tanto, fíjense lo que valemos, mis hermanos, la sangre preciosa de nuestro Señor Jesucristo: tanto amó al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los creen en Él, sino que tengan vida eterna. Esto significa, mis amados hermanos, y aquí está la enseñanza central de este domingo: JESÚS ES EL MEJOR REGALO QUE DIOS HA DADO AL MUNDO, es decir a toda la humanidad. El evangelista Juan a él debemos la definición más hermosa y luminosa de Dios: ¡Es Amor! ¡Su Nombre es Amor!

Antes nos acercábamos a Dios, y por sus distancias manifestaciones conocíamos algunos de sus atributos, como el poder, la sabiduría, la providencia, la justicia, y sobre todo, la paciencia y la misericordia. Estaba claro, mis hermanos, que Dios tenía mucha misericordia con el hombre, mucha generosidad, mucha ternura. Se parece al mejor de los padres y de las madres. Y sus predilectos serán los pobres, los débiles e indefensos. Salmos y profetas, como Isaías, Jeremías, Oseas, ya nos habían convencido de esta pintura tan entrañable de Dios. No había nación, ni religión que tuviera un Dios tan cercano y tan humano, tan sublime y atrayente.

Pero es el evangelista Juan que nos dice algo más, es Jesús en el Evangelio de Juan: nos dice que Dios se define como Amor, que toda realidad divina es amor, que todo lo que hace es desde el amor, que nada puede hacer que vayan en contra del amor, porque se destruiría así mismo. Como ya señalaba, mis amados hermanos y hermanas: la mayor prueba del amor de Dios y la más brillante manifestación del Dios-Amor es Jesucristo.

Mis hermanos, convenzámonos que Jesucristo es la máxima expresión y prueba de amor que Dios nos ofrece. Siempre podremos experimentar muchas otras, pero ésta es la fuente de todas las demás.  También significa esto que Dios, antes que otra cosa, sabe amar, y amar con un amor propio de su naturaleza infinita. Es decir, infalible, permanentemente fiel, total y que si lo aceptamos y nos dejamos invadir por él, estaremos viviendo auténticamente en la fe. Para eso nos envía al Espíritu Santo, que es Amor, fíjense como la Pascua culmina con la efusión del Espíritu Santo para penetrarnos, para invadirnos del mismo amor de Dios. De este amor infalible, permanente, fiel y total.

Mis amados hermanos, esto a su vez significa: que fe es igual a corresponder a su amor. De aquí que lo más importante, mis hermanos, para ser verdaderos creyentes, es necesario experimentar continuamente su amor. Antes que nada el creyente ha de saberse amado y sobretodo dejarse amar. Sólo así, mis queridos hermanos, seremos capaces de observar cabalmente el mandamiento del amor. Por lo general intentamos cumplir el mandamiento prescindiendo de la fuente del amor. Pero lo peor, mis hermanos, es que nos consideramos pecadores sin pasar por la experiencia del amor de Dios. Y la verdad es que sólo a la luz del amor crucificado de Dios es como nos podemos reconocer auténticamente pecadores. Eso lo podemos vivir en la contemplación de la cruz, símbolo del amor infinito de Dios.

No huyamos, refugiándonos en observancias superficiales de la Ley. En criterios moralizantes y miopes frente a ella. Si, como decíamos el domingo pasado, logramos apreciar la Ley como un don de Dios, la abrazaremos gozosa y agradecidamente en el amor. ¿Cómo no abrazar la cruz de Cristo? Si lo abrazamos a Él, todo fue en ella.

Por otro lado, una consecuencia más de esta reflexión sobre la Palabra de hoy es que hemos de ser muy atentos y muy interesados en ocuparnos de anunciar, de proclamar ante todo, el gran amor que Dios nos tiene. Es éste el corazón de la Buena Nueva. No las amenazas constantes de condenación y de castigos: mira que Dios te va a castigar, no por favor. Mis hermanos, Dios no es como un gran policía con la macana en la mano para darnos el golpe tan pronto fallecemos, por el amor de Dios, no. Anunciemos al mundo que creer consiste precisamente, en amar a Dios sobre todas la cosas porque Él, como dice san Juan en su primera  carta: el amor consiste en que Él nos amó primero (4,10) porque hemos conocido lo que es el amor en aquel que dio la vida por nosotros (3,16), pues Dios ha demostrado el amor que nos tiene enviando al mundo a su Hijo único para que vivamos gracias a Él (4,9). Y si verdaderamente amamos al único Dios verdadero, entonces, mis amados hermanos, amaremos también a todo lo que Él ama, especialmente nuestros hermanos, pero también la creación entera.

Anunciemos con nuestra vida que Dios es un Dios de amor. Que Dios es un Dios de misericordia viviendo como Él vivió (Cf. 1Jn 2,6), es decir, proyectando el amor a través de nuestras actitudes, de nuestros pensamientos, de nuestros sentimientos, de nuestra comprensión, de la tolerancia, de la paciencia frente a los desórdenes del mundo. No condenemos, ni discriminemos: Más bien animémonos a dejarnos amar por Dios, es decir, a dejarnos salvar por el amor infinito de Dios, y esta experiencia llevémosla a los demás.

Por lo demás, queridos hermanos, es lo que celebramos diariamente, pero especialmente el domingo con toda la comunidad: que Dios no deja de amarnos y nos sigue dando la oportunidad de salvarnos. Nosotros, con nuestra participación asidua en la Santa Eucaristía, con nuestra asistencia asidua a la Santa misa le damos la oportunidad de que nos salve por su sangre derramada por amor a nosotros y, aún más, ahí aprendemos, aquí en la Eucaristía a ser capaces de amar como Él ama, hacer de nuestra vida un pan que llene, que sacié, que se entregué generosamente a los demás. Que los demás saboreen, que los demás gocen y disfruten.

María, Madre del Amor, la Dulce Señora del Cielo, nuestra Muchachita y amada Madrecita es experta en esto y nos sabrá enseñar y acompañar en esta noble tarea. 

Amén.