V Domingo de Pascua, Ciclo B
San Juan 15, 1-8:
Vida y crecimiento solo en comunión con Cristo

Autor: Mons. Diego Monroy Ponce

Vicario General y Episcopal de Guadalupe y Rector del Santuario

 

 

Mis queridos hermanos y hermanas, demos gloria a Dios, nuestro Padre, porque en medio de las adversidades podemos confiar en el amor que nos tiene, de tal modo que esta confianza y la entrega nuestra a su misericordia nos llevan adelante. Esto, no cabe duda, es obra de su bondad y ternura para con nosotros. Más aún, mis hermanos, como nos lo hace ver hoy san Juan, es fruto de la obra de Dios en nosotros.

 

La Palabra de Dios que contienen los textos de este domingo, quinto de Pascua, nos invitan a permanecer en el amor que nos ha mostrado en la muerte y resurrección de su Hijo amado. El misterio pascual, que es el objeto de contemplación y meditación de este tiempo, es la culminación del paso de Jesús por la historia humana. Su obra y sus enseñanzas adquieren todo su valor para nuestra salvación por el misterio de la Pascua.

 

“Mediante la parábola de la vida y los sarmientos, Jesús afirma, con insuperable claridad, que sus discípulos dependen por completo de la unión con Él. Un sarmiento (es decir, una rama) puede dar realmente fruto sólo si está unido a la vid y se va impregnando del flujo vital. La única alternativa es que dicho sarmiento esté seco, lo cual excluye radicalmente la posibilidad de dar fruto… Cualquier intento de llegar a algún resultado prescindiendo de Él está destinado al fracaso. SIN ÉL, mis amados hermanos, LOS DISCÍPULOS NO PUEDEN HACER NADA. Consiguientemente, ellos han de procurar permanecer unidos a Él del modo más estrecho y firme posible” (Klemens Stock).

 

Por eso Jesús nos invita a permanecer en Él por la observancia de sus mandamientos, de su Palabra (cf. vv. 7.10), es decir, de sus enseñanzas y mandamientos. Especialmente el mandamiento del amor. Esto significa para nosotros, mis hermanos, y dicho de manera negativa, que no podemos pretender hacer nada por nuestra cuenta o adheridos a otras maneras de pensar, es decir con otros criterios, que no sean los de Jesús. “Todo procede de Jesús: las palabras y los mandamiento provienen de Él” (íd).

 

Jesús nos habla de dar frutos. ¿De cuáles frutos se trata, mis hermanos? Podemos decir, en general, que van principalmente en la línea del testimonio. Es decir, por ejemplo, de vivir de una manera diferente a la que siguen aquellos que no creen, de ser perseverantes en su seguimiento, de ser valientes ante las adversidades de todo tipo, hasta ser capaces de dar la vida por los que amamos, a la manera precisamente de nuestro Señor Jesucristo. Estamos hablando, mis hermanos, de virtudes típicamente cristianas que, sin una adhesión radical y existencial a Cristo, es imposible practicar.

 

Mis queridos hermanos y hermanas, lo que está pidiendo Jesús es una adhesión radical y total a su persona. El evangelista nos hace ver, un poco más adelante del texto que hoy nos ocupa y por boca del mismo Jesús, que Él ha dado lugar, de muchas maneras, a que los discípulos entiendan que, por su parte Él ha propiciado esto por el amor y los signos que les ha dado: todo lo que les ha dicho y enseñado ha sido para que participen de su alegría y sean plenamente felices (v.11); les ha dado a conocer todo lo que escuchó de su Padre (v.15c); no los llama sirvientes, porque el sirviente no sabe lo que hace su señor (15a); al contrario los trata como amigos (15b); los ha elegido y los ha destinado para que vayan a dar mucho fruto (v.16). Todo esto, por lo menos esto, ha sido para establecer con ellos una relación caracterizada por el amor y la intimidad que produce necesariamente la unión, y mejor aún, de la comunión.

 

Esto es, mis hermanos, hablando más concretamente, compartir con Jesús sus propios intereses; compartir con Jesús sus propios criterios, sentimientos. O, dicho con palabras del mismo Jesús, obedecer sus mandamientos (vv. 10.14.17). En esto consiste estar unidos como ramas al tronco principal de la planta que es la vid. Sólo así podemos dar fruto abundante. ¡CUÁNTAS VECES NO PASAMOS DEL DESEO, TAL VEZ SINCERO, PERO NO MÁS QUE ESO, DE SER BUENOS Y GENEROSOS EN EL SERVICIO A DIOS Y AL PRÓJIMO!

 

Mis amados hermanos y hermanas, ¿no es acaso porque queremos alcanzar eso guiados por los propios criterios, al margen o a veces contrarios a los intereses de Dios manifestados claramente en el Evangelio? Quiera Dios mantener con nosotros su paciencia y su misericordia que nos permitan conocerlo más y poder ocuparnos de lo que a Jesús le interesa para nuestra salvación y la de nuestros hermanos. Esto se lo pedimos especialmente para las madres en este día que dedicamos a celebrarlas, a honrarlas y felicitarlas de una manera especial y significativa. Que, permaneciendo fieles a Jesús en su seguimiento, las madres, las mamás puedan también ser  instrumentos de Dios en la transformación de la sociedad tan necesitada de cambios profundos fundados en la integración y en el amor de la familia.

 

La madre tiene un papel fundamental y determinante en la vida de nuestras familias y aún más allá de este núcleo. Su presencia la contemplamos en el campo laboral, social y de la cultura, etc. Ella con su feminidad enriquece la comprensión del mundo y contribuye a la plena verdad de las relaciones humanas, de ahí que sea necesario salvaguardar siempre su más natural vocación: llevar en sus entrañas la semilla fecunda de la vida, como don irrenunciable y privilegio único y propio.

 

Mis amados hermanos, así pues, honremos a nuestras madres vivas, honremos a nuestras madres difuntas. Especialmente alcancen nuestro recuerdo las madres viudas, enfermas, solteras, presas, marginadas, pobres, migrantes, abandonadas, aquellas que son padre y madre a la vez y aquellas a quienes a causa de su maternidad viven y sufren situaciones dramáticas. Recordemos también aquellas mujeres que añoran ser madres, para que el Señor les conceda la fertilidad de sus vientres. Pongámoslas en el corazón de la Madre de la Vida, Santa María de Guadalupe.

 

Que la celebración del Día de las Madres sea una oportunidad para venerar también a nuestra Niña y Muchachita santa María de Guadalupe, Madre de Jesucristo y Madre espiritual de la Iglesia, es decir, de todos nosotros, quien nos acompaña con especial ternura y predilección desde hace 478 años en cada una de las circunstancias de nuestra vida.

 

En estos momentos en que la enfermedad nos aqueja y nos espanta, no olvidemos que Ella es nuestra piadosa Madre, nuestra compasiva Madre, de todos los hombres que están en uno en esta tierra y de las demás variadas estirpes de los hombres (N.M. 29.)

 

Que Nuestra Madrecita, la Morenita del Tepeyac, nos acompañe e interceda para que nos mantengamos fieles a su Hijo y podamos dar frutos de vida, de justicia, de solidaridad, de alegría, esperanza y paz en estos tiempos por los  pasamos.

 

Que así sea, mis hermanos.