Solemnidad: Domingo de Pentecostes
San Juan 20, 19-23:
Jesús, dador del Espíritu y de la paz.

Autor: Mons. Diego Monroy Ponce

Vicario General y Episcopal de Guadalupe y Rector del Santuario

 

 

Hermanos: las promesas de Dios siempre llegan a su cumplimiento. Pentecostés, como final de la Pascua, nos lleva a la experiencia de la fidelidad del Dios que nos ha revelado Jesucristo con su persona y su misterio. Con la pasión, muerte y resurrección de su Hijo, Dios ha mostrado cómo está interesado en la salvación de todos y cada uno de los hombres que integran la humanidad de todos los tiempos y de todos los lugares de la tierra.

 

La obra de Dios, mis queridos hermanos, no termina mientras exista la historia. Por decisión divina, Jesús inauguró una nueva y definitiva etapa en la historia de la humanidad. Por eso, como decíamos el domingo pasado, a partir de su partida junto a su Padre, nos ha dejado la Iglesia que está, en nombre suyo, presente en la historia. Ella continúa, entonces, su obra en el mundo en beneficio de todos los hombres y mujeres que quieran aceptar su proyecto de salvación. Aunque ata y desata, como Jesús, también como Él, es siempre una mano misericordiosa y llena de amor que Dios ofrece a la humanidad.

 

Fue a partir de su resurrección, con una nueva manera de existir junto a su Padre, y de hacerse presente en el mundo, como Jesús estuvo en posibilidad de comunicar su Espíritu Santo a sus discípulos y a la Iglesia toda. Con su acción misteriosa y eficaz la nueva comunidad que inició sus actividades, hoy hace más de dos mil años, puede cumplir la misión que se le encomienda: hacer presente a Jesús en la historia mediante la predicación y las acciones que realiza, en medio del mundo, con el mismo poder que Jesús le da por su Espíritu.

 

PENTECOSTÉS ES, podríamos decir, mis hermanos, EL NACIMIENTO EFECTIVO DE LA IGLESIA. Jesús ya la venía formando durante su actividad en su vida pública, pero es con el don de Espíritu que, según el evangelio de Juan, como inicia su actividad ya sin temores, y en cambio, sí, con el gozo y la alegría que le da la conciencia de que JESÚS VIVE Y ESTÁ PRESENTE EN MEDIO DE ELLA.

 

De esta nueva realidad de la Iglesia naciente, da testimonio san Lucas, como lo hemos escuchado en la lectura de los Hechos de los Apóstoles. En efecto, hermanos, de una manera vigorosa y muy significativa, el autor echa mano de realidades que, más que distraernos en la fantasía, quieren expresar poéticamente lo que es muy difícil de expresar con la narración escueta y literal. De manera que el viento, las lenguas de fuego, los idiomas, la presencia de los judíos y de los paganos venidos de los confines del mundo, entonces conocido, son, ante todo, elementos de la literatura narrativa, cargados de sentido teológico que, además estaban ya presentes en varios libros del Antiguo Testamento y que los primeros cristianos, especialmente los procedentes del judaísmo, pudieron comprender.

 

De esta forma, mis hermanos, los cristianos del siglo 21 estamos llamados a comprender entre otras verdades:

 

 

1.      Que con Cristo, una vez que entregó su Espíritu, inauguró la última y definitiva etapa de la salvación;

 

2.      Que instituyó un nuevo pueblo o comunidad de creyentes y seguidores suyos que actúan en nombre de Él;

 

3.      Que la Iglesia, como obra divina, actúa con todo el poder de Jesús para predicar y hacer posible la salvación a todos los miembros de la humanidad, sin exclusión alguna;

 

4.      Que debemos entender que la principal obra de la Iglesia, bajo la acción del Espíritu Santo, es la unidad del género humano para la gloria de Dios; PENTECOSTÉS ES, MIS HERMANOS, LO CONTRARIO DE BABEL. Pentecostés es la fiesta de la comunicación. En una época de la humanidad todos se entendían, pues hablaban una sola lengua; el pecado fue la causa de una incomunicación. El egoísmo humano hizo que cada hombre hablase su propia lengua, la que le convenía para salvaguardar sus intereses. La soberbia también hace que cada quien busque su propio beneficio, atropellando a los demás.

 

5.      Que los poderes y la autoridad con que actúa la Iglesia, le vienen por el Espíritu que Jesús le dio inicialmente en las personas de sus apóstoles;

 

6.      Que si en Pentecostés Dios se valió de signos sensibles para manifestar la eficacia de su obra en la humanidad, la Iglesia, que es sacramento o signo sensible y eficaz de la salvación, también ella puede valerse de signos que fomentan la fe, la esperanza y el amor en la línea de la salvación, como son los sacramentos que son instrumentos o medios por los que comunica y aumenta la amistad con Dios, o sea, proporcionan lo que conocemos como la Gracia.

 

En fin, mis hermanos, podríamos enumerar otras consecuencias del misterio de Pentecostés, como culminación de la Pascua, pero por el momento, vale la pena que consideremos cómo por los sacramentos del Bautismo y la Confirmación, hemos sido incorporados a este nuevo pueblo que ha sido convocado y enviado a anunciar la salvación. Esa es, entonces la misión de cada miembro. LA IGLESIA VIVE A TRAVÉS DE LA HISTORIA SIEMPRE EN ESTADO DE MISIÓN COMO SERVICIO, no como un privilegio que sólo busca poder.

 

La celebración dominical de la Eucaristía nos recuerda permanente y puntualmente este noble deber que, como tarea, hemos recibido de Jesús, Señor de la Iglesia. Ojalá que al salir de cada celebración eucarística, una vez experimentada la unidad y la concordia que nos regala el Espíritu, experimentemos también, impulsados por Él, la necesidad de ser fieles a Jesús y de pregonar por dondequiera su obra como evangelio, como buena noticia.

 

Que nuestra Muchachita y Celestial Señora Santa María de Guadalupe, Madre y Maestra nos enseñe y nos acompañe siempre en el ejercicio de nuestra misión; y que Ella que en “el acontecimiento guadalupano, presidió, junto al humilde Juan Diego, el Pentecostés que nos abrió a los dones del Espíritu” (AB 269) interceda por nosotros para que el Padre Bueno por intercesión de su Hijo Jesucristo, mande sobre todo el pueblo de México el Fuego que caliente nuestros apáticos corazones y el Viento que nos estremezca hasta los más profundo de nuestro ser. Que derrame abundantemente su gracia sobre nosotros. No la merecemos, pero la necesitamos. Amén.