Pistas para la Lectio Divina...  
Solemnidad de Todos los Santos

Mateo 5,1-12a: Compartir la santidad de Dios. “Bienaventurados los de corazón puro porque verán a Dios”

Autor: Padre Fidel Oñoro CJM

Fuente: Centro Bíblico Pastoral para la America Latina (CEBIPAL) del CELAM

 

 

Comenzamos este mes de noviembre con la mirada puesta en la meta.  El libro del Apocalipsis nos abre el horizonte y presenta un bellísimo panorama: la inmensa multitud de los santos que gozan victoriosos en la alabanza del cielo (ver Ap 7,9).  Dentro de este hermoso cuadro contemplamos sorprendidos la fascinante santidad de la Iglesia, que por medio del seguimiento de Jesús, ya ha coronado la meta.

 

En esa multitud descubrimos santos con todos los rostros: madres y padres de familia; jóvenes, niños, adultos y ancianos; sacerdotes, obispos y religiosas.  Muchos de ellos bien conocidos por su brillante testimonio de entrega al Señor de múltiples formas, especialmente la oración y la caridad; por eso ahora su buen ejemplo nos anima para seguir el mismo camino. Pero la mayoría de ellos, vivió en el escondimiento la radicalidad de su fe, venciendo el mal a fuerza de bien, con gestos sencillos y cotidianos de amor, aceptando las pruebas de la vida con la mirada fija en Jesús.

 

San Agustín tuvo la osadía de hablar de otros santos, que son los “ocultos”, los “latentes”, o mejor, los “santos escondidos”, aquellos que vivieron más allá de los límites históricos y geográficos de la Iglesia. Todos ellos oran por nosotros, participan en nuestros sufrimientos, comparten nuestras alegrías y nos esperan en el cielo.

 

Y hoy no sólo vemos los rostros de esta multitud inmensa, también -dejándonos guiar por las lecturas bíblicas del día- descubrimos el secreto que habitó sus corazones.

 

La primera carta de Juan nos enseña que el secreto de la santidad no está en el esfuerzo humano sino en la iniciativa gratuita de amor con que Dios nos llama a ser sus hijos.  En otras palabras, Dios nos quiere tanto, que desea que seamos como Él: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1 Jn 3,1).

 

Dios se inserta en nuestra historia imprimiéndole a nuestro ser su misma santidad y haciendo así de nuestra vida  una bendición para el mundo.

 

En este punto se concentra evangelio de las Bienaventuranzas (Mateo 5,1-12), el cual nos coloca ante el rostro del santo que Dios quiere que seamos: su Hijo Jesucristo.  La santidad es un don, pero también es un logro de parte nuestra.  Si, por nuestra parte, vivimos las ocho bienaventuranzas, seremos hijos en el Hijo, o sea, santos en el Santo por excelencia:

 

- No seremos soberbios ni orgullosos, sino que reconoceremos sin lamentación nuestra vulnerabilidad (“Bienaventurados los pobres en espíritu”; 5,3).

- No intentaremos imponernos por encima de los otros, sino que respetaremos y reconoceremos a cada hombre como nuestro hermano, con el mismo valor que el nuestro, y lo amaremos como a nosotros mismos (“Bienaventurados los mansos”; 5,4).

 

- No evadiremos el actual “valle de lágrimas”, sino que encontraremos un sentido en el sufrimiento, siguiendo a aquél que por este camino llegó a la resurrección (“Bienaventurados los que lloran”; 5,5).

 

- No estaremos preocupados ansiosamente por nuestra vida, sino que, con una gran confianza en la paternidad de Dios, orientaremos nuestra hambre y toda nuestra sed en el llevar a cabo el querer de Dios (“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia”; 5,6).

 

- No exigiremos el pago a los deudores insolventes, sino que, basados en aquél que nos perdonó sin medida, ejercitaremos la misericordia y el perdón en todos los sentidos con aquellos que “nos la deben” (“Bienaventurados los misericordiosos”; 5,7).

 

- No miraremos a los otros con prejuicios, sino con un corazón libre de los males y pecados que señalamos, purificados por la sangre del que dio su vida por nosotros en la Cruz (“Bienaventurados los limpios de corazón”; 5,8).

 

- No haremos nada que produzca desunión, sino que más bien nos comprometeremos con la paz y la vida, de manera que le aportemos a la construcción de una comunidad que sea imagen del Dios Trinidad (“Bienaventurados los que trabajan por la paz”; 5,9).

 

- No nos acobardaremos ante la persecución y el rechazo, sino que permaneceremos fieles a nuestra opción por Jesús y su camino (“Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia”; 5,10).

 

Vivir la santidad en este mundo es también una misión.  Por eso notamos cómo las bienaventuranzas son actitudes que sanan la humanidad y esto tiene un valor todavía mayor para estos momentos tan difíciles que vivimos en la historia.  Es así como las Bienaventuranzas...

 

- nos muestran que desde la pobreza, la mansedumbre y la misericordia, podremos revertir los conflictos, reducir la violencia, sanar las heridas que ella deja, transformar el odio en amor y en servicio.

 

- nos enseñan que si tenemos un corazón puro, entonces podremos hacer resplandecer la luz de la esperanza en la noche oscura del mundo.

 

- nos impulsan a participar activamente en la transformación de nuestra dramática realidad siendo constructores de la paz con palabras y con hechos de bondad.

 

Entonces, la cruz será superada en la resurrección, sobre las lágrimas vendrá la consolación, el hambre y la sed serán saciadas.  El camino de esta transformación seguirá siendo siempre la cruz, vivida en el hoy de la persecución, de la incomprensión y del rechazo.  No lo olvidemos: los santos siempre -así como Jesús- fueron profetas para su contexto, y por eso también entendieron, amaron y vivieron la cruz.

 

Este es el desafío con el que comenzamos los “oyentes de la Palabra” este mes de Noviembre. No aspiramos a poco. Tenemos una meta clara. Por ella esperamos y luchamos proféticamente. La santidad es el “alto grado de la vida cristiana ordinaria” (NMI, 31).

 

 

Cultivemos la semilla de la Palabra en lo profundo del corazón

 

1.         ¿Qué es ser “santo”? ¿Es posible ser lo hoy? 

2.         ¿Cómo se alcanza la santidad? ¿Cuál es el camino que nos trazan las Bienaventuranzas? 

3.         ¿Estoy dispuesto a hacer de la búsqueda de la santidad la prioridad de mi vida? ¿Qué pasos concretos voy a dar para lograrlo?