Pistas para la Lectio Divina...
Juan 20, 11-18: Encuentro con el Resucitado (II): De la ausencia a la comunión plena en la Alianza “¿Mujer, por qué lloras? ¿A quién buscas?”

Autor: Padre Fidel Oñoro CJM

Fuente: Centro Bíblico Pastoral para la America Latina (CEBIPAL) del CELAM

 

 

En el evangelio del domingo pasado vimos que María Magdalena fue la primera en descubrir la tumba vacía y en llevar a los discípulos la noticia dando su propia explicación: “Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto” (Juan 20,1-2). Ella misma también tiene el privilegio de ser la primera en encontrar el Señor resucitado (20,11-18). Su noticia entonces será diferente: “He visto al Señor” (20,18). Es así como María ha pasado del claroscuro de la madrugada a la luz radiante de la Pascua.

 

Hoy hacemos con María de Magdala este camino.

 

(1) Las lágrimas de María (20,11ª)

 

Mientras los dos discípulos regresan a casa dejando atrás la tumba vacía con sus vendas por el suelo (20,10), María permanece sumida en lágrimas junto a la tumba, aferrada a lo último recuerdo tangible que le queda de Jesús: “Estaba María junto al sepulcro fuera llorando” (20,11ª). María está aferrada a lo que de alguna manera le transmite todavía una cercanía a Jesús. Pero ahora el dolor es doble: según ella se han robado el cadáver del Señor (20,2.13.15).

 

En los primeros versículos se repite la palabra “llorar” cuatro veces. Pero cada vez es distinto: María va haciendo un camino pascual que tiene su momento cumbre en el reconocimiento del Amado y se proyecta aún mucho más allá en la nueva comunión de vida a que la invita el Jesús glorioso.

 

(2) Un progresivo reconocimiento de Jesús (20,11b-16)

 

María da un paso importante en su camino de fe cuando es capaz de mirar dentro del sepulcro, saliendo así de su parálisis emocional y cuando comienza a decir lo que siente.

 

Primero la interrogan los dos ángeles que están sentados sobre el sepulcro: “Mujer, ¿por qué lloras?” (20,13). En su respuesta (20,13b) se nota todavía un hilo de esperanza: cree que el asunto se va a solucionar pronto apenas recupere el cadáver.

 

Luego la interroga el mismo Jesús Resucitado, a quien ella no reconoce a primera vista: “vio a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús” (20,14). María lo confunde con el hortelano.

 

Esta vez la pregunta tiene un nuevo elemento: “¿A quién buscas?” (20,15a). Esta pregunta es conocida en el evangelio: aparece al comienzo y al final del camino de discipulado (ver 1,38 y 18,4.7). El asunto no es un “qué” sino un “quién”, una persona, una relación viva que hace falta. María va siendo poco a poco conducida al núcleo del misterio.

 

La respuesta de María refleja entonces todo su amor: “¡yo me lo llevaré!” (20,15b). Y es aquí donde se revela Jesús llamándola, como el Buen Pastor (10,3), por su propio nombre: “¡María!”.  Ella comprende y lo reconoce: “¡Maestro!”, un título que –en el evangelio de Juan- solamente los discípulos usan para dirigirse a Jesús (ver 1,38.49; 4,31; 9,2; 11,8).

 

Jesús y la Magdalena se llaman recíprocamente según la manera como lo hacían antes de la muerte de Jesús.  La relación entre Jesús y sus amigos no cambia en lo interno pero, eso sí, por el nuevo estado del Resucitado sí cambia su forma externa.

 

La experiencia del Resucitado es la respuesta a un llamado. Es en el reconocimiento de su voz que se da el verdadero reconocimiento de Jesús. Esta voz nos llama en todas las circunstancias y encuentros de la vida en los cuales, si tenemos viva la llama del amor, estaremos en capacidad de leer en los signos un toque del esplendor de Jesús en todas las cosas.

 

(3) María y su nuevo estilo de relación con Jesús (20,17-18)

 

María cae a los pies de Jesús para abrazarlo, pero Jesús le dice: “No me toques, que todavía no he subido al Padre” (20,17ª).

 

El intento de retener a Jesús parece indicar la voluntad de permanecer aferrada al Jesús que conoció en su etapa terrena. Pero Jesús la lleva ahora a mirar hacia el futuro de la relación: “Vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (20,17b).

 

Jesús le deja entender a María que no está viviendo su existencia terrena y que no lo tendrá ya como antes: Él regresa al Padre donde tiene su lugar propio.  Jesús entonces está en la última etapa de su camino. María y los discípulos están invitados a recorrerlo, para esto deben comprender qué significado tiene para ellos la plena comunión de Jesús con el Padre:

-          Por primera y única vez Jesús los llama “mis hermanos”.

-          Por primera y única vez Jesús declara que Dios es el “Padre” de los discípulos.

 

He aquí una nueva revelación del Resucitado: los discípulos saben que Dios también es su Padre y que través de este Padre ellos están unidos a Jesús como hermanos.  Se llega así al culmen de la Alianza. La antigua fórmula “Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo”, tiene una nueva expresión en la pascua de Jesús, quien por este camino inserta a los discípulos de manera plena en su estrecha relación con el Padre: “Mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios”. Este es el don extraordinario de amor que los discípulos han recibido por el sacrificio del Hijo en la Cruz (ver 3,16): este es el amor que Dios que ofrece al mundo.

 

Por lo tanto, por medio de su muerte y resurrección Jesús regresa al Padre, no para separarse de los suyos, sino para unirse a ellos de manera plena y definitiva a través de su comunión con el Padre (ver 14,1-3; 16,7.22; estos pasajes los leeremos despacio el próximo mes).

 

María Magdalena lloraba a un difunto, pero Jesús Resucitado la orienta por el camino correcto por el cual hay que buscarlo: la relación viva de amor que habiendo comenzado con el Jesús terreno se orienta de manera definitiva hacia la comunión total en la Trinidad. La Resurrección de Jesús no es una pérdida porque ahora el Maestro está más unido que nunca a sus discípulos y los atrae vigorosamente hacia la perfecta alianza.

 

¿En qué se parece el camino de fe de María al mío?

 

Para cultivar la semilla de la Palabra en el corazón:

Reflexionemos un poco sobre esta actualización del evangelio de hoy: María es la discípula que se paraliza frente a la tumba y por lo tanto frente al hecho de la muerte; el evangelio la retrata como la discípula de las lágrimas. Pues bien, María es cada uno de nosotros frente al dolor, a las desgracias que nos desaniman. En las lágrimas de María están las lágrimas de cada uno de nosotros, signo de nuestra debilidad. Lloramos porque nos topamos con la barrera de nuestras limitaciones, con el crudo hecho de que hay cosas que –por más que queramos- no podemos cambiar. Lloramos porque nos sentimos incapaces de los signos del resucitado, porque no vemos un camino de salida a nuestras angustias, a nuestras inquietudes más profundas, a nuestras preguntas serias. Como se ve en el pasaje siguiente (que leeremos el próximo domingo), trascender las lágrimas es un don de Dios. Será Jesús resucitado, quien con su sabia pedagogía y su misericordia, le abrirá los ojos a la realidad de la resurrección.

 

 

“¿Qué has visto de camino,

María en la mañana?

‘A mi Señor glorioso,

la tumba abandonada,

los ángeles testigos,

sudarios y mortaja.

¡Resucitó de veras

mi amor y mi esperanza!’”

(De la Liturgia Romana)