San Juan 3,22-30:
Jesús crecía

Autor: Padre Francisco Fernández Carvajal

Con permiso de: Ediciones Palabra y del autor  

 

- El crecimiento de Jesús. Su Humanidad Santísima.

- Nuestro crecimiento sobrenatural. Las virtudes teologales y morales.

- La madurez humana que debe acompañar a la verdadera vida interior. Las virtudes humanas.

I. Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres (1). En esta breve línea resume San Lucas los años de Jesús en Nazaret. Quiso el Señor, porque era hombre perfecto, que el paso de los años fuera acompañado de un progresivo crecimiento y manifestación de su sabiduría y de su gracia.

Según su naturaleza humana, Jesús crecía como uno de nosotros. El crecimiento en sabiduría ha de entenderse en cuanto a los conocimientos adquiridos a partir de las cosas que le rodeaban, de sus maestros, de la experiencia de la vida que tiene todo ser humano con el paso de los años. En la pequeña escuela de Nazaret aprendería la Sagrada Escritura, con los comentarios clásicos con que solía acompañarse siempre la explicación. Nos impresiona ver a Jesús leyendo el Antiguo Testamento y aprendiendo lo que se decía del Mesías; es decir, de Él mismo. Hemos de pensar que los comentaría con su Madre. José, el hombre de la casa, escucharía las conversaciones de ambos con una atención y un asombro incomparables, interviniendo él mismo en el diálogo.

Jesús aprendió de José muchísimas cosas; entre otras, el oficio con el que se ganó la vida y sostuvo luego la casa, cuando el Santo Patriarca abandonó este mundo. La Virgen debió dejar una profunda huella en su Hijo: en su forma de ser humana, en dichos y maneras de decir, en las mismas oraciones que todo judío aprendía de sus padres.

Además de esta ciencia experimental humana, que fue creciendo con la edad, había en Jesús otras dos clases de ciencia. En primer lugar la ciencia de los bienaventurados, la visión de la esencia divina en razón de la unión de la naturaleza humana de Cristo con la naturaleza divina en la única Persona del Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Esta ciencia, propia de Dios, no podía crecer: la tenía en plenitud.

Y también poseía Jesús la ciencia infusa, que perfeccionaba su inteligencia y por la que conocía todas las cosas, incluso las ocultas, como leer en los corazones de los hombres. Esta ciencia tampoco podía aumentar (2).

En ocasiones, Jesús hacía preguntas: ¿Cómo te llamas? (3), ¿Cuánto tiempo hace que sufres esa enfermedad? (4), ¿Cuántos panes tenéis? (5). Otras veces se sorprende y se admira (6). Y es que, aunque Jesús poseía una ciencia divina con un conocimiento perfectísimo, quiso vivir una existencia plenamente humana. No finge cuando se admira o pregunta, porque éstas son reacciones íntimas y profundas, propias del ser humano.

También nosotros debemos crecer en el conocimiento de Dios y de sus designios de salvación. No podemos quedarnos estancados en nuestra formación y en nuestros conocimientos de la doctrina. Al conocer mejor al Señor, también le sabremos tratar mejor, y de ese trato surgirá un amor cada vez más fecundo.

II. Dice San Cirilo, al tratar del crecimiento de Jesús, que lo dispuso la sabiduría divina para que el Redentor se asemejara en todo a nosotros (7). Nuestra madurez en los años debe ir acompañada de un progresivo aumento de las virtudes humanas y de la vida sobrenatural. El crecimiento que el Señor nos pide es del todo singular, pues en vez de ir dejando atrás nuestra juventud, como ocurre en la vida natural, la hace cada vez más fresca y lozana. En la vida física del hombre llega un momento en el que el “aún no” de la juventud deja paso al “ya no” de la vejez. En la vida sobrenatural ocurre el revés: la vida cristiana jamás se agosta; en todo momento podemos dirigirnos al Dios que alegra mi juventud (8), aunque sea en la ancianidad. Dios vuelve joven a la persona que le ama.

Quizá hayamos conocido a personas santas, de largos años ya de vida, con una gran juventud interior, nacida de su trato fiel con Cristo y manifestada en todo su actuar humano.

El crecimiento se obtiene por medio de la gracia, especialmente a través de los Sacramentos, y con el ejercicio de las virtudes. La gracia, que ha sido depositada en nuestros corazones como una simiente (9), pugna por crecer y llevarnos a la plenitud (10). El obstáculo es el pecado, el cual “es, en definitiva, una disminución del hombre mismo, que le impide alcanzar la propia plenitud” (11).

El hombre espiritual se desarrolla por la acción del Espíritu (12), mediante el ejercicio de las virtudes, y alcanza su plenitud bajo la influencia de los dones del Espíritu Santo, cuya misión es perfeccionar la vida sobrenatural incoada por las virtudes teologales. Esos dones se encuentran en toda alma en gracia.

La madurez, humana y sobrenatural, que hemos de alcanzar no es cosa de un momento. Es tarea de cada día, de muchos pequeños vencimientos, de corresponder a la gracia en lo pequeño. Hemos de poner empeño en ejercitar repetidamente las virtudes, mediante actos concretos. Con el ejercicio que supone cuidar los detalles en la práctica de las virtudes nos forjaremos un verdadero carácter, instrumento dócil a la acción del Espíritu Santo; una voluntad fija en las cosas de Dios, y de los demás por Dios.

III. Jesús crecía. Y Él ha querido que nuestro crecimiento sobrenatural vaya acompañado de una madurez también humana. Las virtudes naturales son cimiento de las sobrenaturales. No se concibe un buen cristiano sin que a la vez sea un buen padre, un buen ciudadano, un buen amigo. De hecho, la propia vocación humana se encuentra en cierto modo asumida en la vocación sobrenatural cristiana. “Cuando un alma se esfuerza por cultivar las virtudes humanas, su corazón está ya muy cerca de Cristo. Y el cristiano percibe que las virtudes teologales -la fe, la esperanza, la caridad‑, y todas las otras que trae consigo la gracia de Dios, le impulsan a no descuidar nunca esas cualidades buenas que comparte con tantos hombres” (13).

La gracia no actúa de espaldas a la propia naturaleza, a la realidad -física, psicológica y moral- sobre la que reposa. La vida interior sobrenatural adquiere normalmente su plenitud mientras la persona se desarrolla humanamente. El amor a Dios facilita y fortalece las mismas virtudes naturales.

La madurez humana “se manifiesta, sobre todo, en cierta estabilidad de ánimo, en la capacidad de tomar decisiones ponderadas y en el modo recto de juzgar los acontecimientos y los hombres” (14).

El hombre adulto tiene de sí mismo una idea llena de realismo y de objetividad, distingue sus conquistas efectivas de lo que todavía es un proyecto o puro deseo, y acepta sus limitaciones. Esto le da un sentimiento de seguridad que le permite actuar de modo coherente, responsable y libre. Sabe adaptarse a las circunstancias, sin rigidez y sin debilidades, concediendo o exigiendo según sea preciso. La persona inmadura se engaña con frecuencia a sí misma en sus planes y proyectos, porque desconoce sus posibilidades reales; vive insegura, rehúye, mediante excusas, la responsabilidad de sus actos, y no acepta fácilmente sus derrotas y equivocaciones.

Son manifestaciones de inmadurez: el comportamiento altanero y arrogante, la tozudez, la petulancia, el no querer rectificar los propios errores, el intento de aparentar unas formas de comportamiento que no se corresponden con la edad, tener frecuentemente la imaginación puesta en sueños irreales y fantásticos.

El cristiano debe ser una persona serena, como lo fue el Señor, que no pierde su compostura en ninguna circunstancia, ni se deja llevar por arrebatos de mal humor o por reacciones intempestivas y desproporcionadas ante situaciones de las que se podía haber salido con una sonrisa o con un poco de paciencia.

El hombre con peso específico posee una prudente confianza en sí mismo, sin confiarse del todo porque conoce bien que sus “pies son de barro” y que puede fallar y equivocarse. Cuando el asunto lo requiera sabrá pedir el oportuno consejo, para luego decidir él mismo y cargar con la responsabilidad de sus actos.

Con la inmadurez se relacionan también muchas faltas de reciedumbre: la flojera, la incapacidad para sufrir un revés sin buscar el consuelo de la compasión ajena, el miedo al esfuerzo, las frecuentes quejas ante las contradicciones y molestias que se presentan en toda vida humana, la comodidad y el aburguesamiento, la falta de intensidad en el estudio o en el trabajo.

La madurez lleva consigo el ser realista y objetivo. “Un hombre soñador rara vez es un hombre luchador; es más cómodo y divertido refugiarse en un mundo fabricado por la imaginación a la propia medida y en el que siempre se es protagonista, que asirse a la realidad, comprenderla, y dominarla o sacarle partido. Por eso el soñador acaba siendo un abúlico” (15), lo opuesto a un discípulo de Jesús.

La madurez exige tenacidad en las obras comenzadas para llevarlas a su fin, sin abandonos ante los obstáculos que, de un modo u otro, siempre se atravesarán en el camino.

Nuestra Madre Santa María, “modelo y escuela viva de todas las virtudes” (16), también de las humanas, nos ayudará a llegar a la edad perfecta según Cristo (17).

(1) Lc 2, 52.- (2) Cfr. Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota a Lc 2, 52.- (3) Mc 5, 9.- (4) Mc 9, 20.- (5) Mc 6, 38.- (6) Cfr. Mt 8, 10.- (7) Cfr. SAN CIRILO DE ALEJANDRIA, Sermón “Quod unus sit Christus”, PL, 75, 1332.- (8) Sal 42, 4.- (9) 1 Jn 3, 9.- (10) Ef 4, 13.- (11) CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes , 13.- (12) Ef 3, 16.- (13) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 91.- (14) CONC. VAT. II, Decr. Optatam totius , 11.- (15) F. SUAREZ, El sacerdocio y su ministerio , Madrid 1970, 2ª ed. p. 139.- (16) SAN AMBROSIO, Tratado sobre las vírgenes, 2.- (17) Cfr. Ef 4, 13.