San Lucas 8, 19-21:
El silencio de María

Autor: Padre Francisco Fernández Carvajal

Con permiso de: Ediciones Palabra y del autor  

 

        La Virgen ponderaba en su corazón los acontecimientos de su vida.

        — Silencio de María en los tres años de la vida pública de Jesús.

        — El recogimiento interior del cristiano.

I. Muchas veces hemos deseado que los Evangelistas narraran más sucesos y palabras de Santa María. El amor nos hace desear haber tenido más noticias de Nuestra Madre del Cielo. Sin embargo, Dios se encargó de dar a conocer todo lo necesario, tanto durante la vida de Nuestra Señora aquí en la tierra, como ahora, después de veinte siglos, a través del Magisterio de la Iglesia cuando, con la asistencia del Espíritu Santo, desarrolla y explicita los datos revelados.

Poco tiempo después de la Anunciación, aunque la Virgen no comunicó nada a Isabel, esta penetró en el misterio de su prima por revelación divina. Tampoco Nuestra Señora manifestó suceso alguno a José, y un ángel le informó en sueños sobre la grandeza de la misión de la que ya era su esposa. En el nacimiento del Mesías también María guardó silencio, pero los pastores fueron informados puntualmente del acontecimiento más grande de la humanidad, y estos comunicaron a sus amigos y conocidos la gran noticia. Y todos los que les escucharon se maravillaron de cuanto los pastores les habían dicho1. Nada dijeron María y José a Simeón y a Ana, la profetisa, cuando como un joven matrimonio más subieron al Templo para presentar al Niño. Y en Egipto primero y luego en Nazaret, a nadie habló María del misterio divino que llenaba su vida. Nada comentó con sus parientes y vecinos. Se limitó a guardar estas cosas ponderándolas en su corazón2. El silencio de María dio lugar a que Natanael se equivocara en el comentario que le hizo a Felipe sobre aquella pequeña ciudad fronteriza con Caná, su tierra: ¿De Nazaret puede salir algo bueno?3. «La Virgen no buscaba, como tú y como yo, la gloria que los hombres se dan unos a otros. Le basta saber que Dios lo sabe todo. Y que no necesita pregoneros para anunciar a los hombres sus prodigios. Que, cuando Él quiere, ya los cielos refieren su gloria y el firmamento anuncia las obras de sus manos; un día trasmite al otro su palabra y una noche a la siguiente sus noticias (Sal 18, 1-2). Él sabe hacer de sus vientos, mensajeros; y del fuego abrasador, embajadores (Sal 104, 4)»4.

«Es tan hermosa la Madre en el perenne recogimiento con que el Evangelio nos la muestra...: ¡Conservaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón! Aquel silencio pleno tiene su encanto para la persona que am a»5. Allí, en la intimidad de su alma, Nuestra Señora fue penetrando más y más en el misterio que le había sido revelado. María, Maestra de oración, nos enseña a descubrir a Dios, ¡tan cercano a nuestras vidas!, en el silencio y en la paz de nuestros corazones, pues «solo a quien pondera con espíritu cristiano las cosas en su corazón le es dado descubrir la inmensa riqueza del mundo interior, del mundo de la gracia: de ese tesoro escondido que está dentro de nosotros (...). Fue la ponderación de las cosas en el corazón lo que hizo que, al compás del tiempo, fuera creciendo la Virgen María en la comprensión del misterio, en santidad, en unión con Dios»6. También a nosotros nos pide el Señor ese recogimiento interior donde guardar tantos encuentros con el Maestro, preservarlos en la intimidad de miradas indiscretas o vacías, guardarlos para tratar de ellos a solas «con quien sabemos nos ama»7.

II. «La Anunciación representa el momento culminante de la fe de María a la espera de Cristo, pero es además el punto de partida de donde se inicia todo su camino hacia Dios, todo su camino de fe»8. Esta fe fue creciendo de plenitud en plenitud, pues Nuestra Señora no lo comprendió todo al mismo tiempo en sus múltiples manifestaciones. Quizá con el paso de los días sonreiría ante el recuerdo de su sorpresa al formular al ángel la pregunta sobre la guarda de su virginidad, o al interrogar a Jesús hallado en el Templo, como si no hubiera tenido sobradas razones para actuar así y no se debiera primero a su Padre... Podía extrañarse ahora de no haber comprendido entonces lo que ya se le manifestaba9.

El recogimiento de María –donde Ella penetra en los misterios divinos acerca de su Hijo– es paralelo al de su discreción, «pues es condición indispensable para que las cosas puedan guardarse en el interior, y ponderarlas luego en el corazón, que haya silencio. El silencio es el clima que hace posible la profundidad del pensamiento. El mucho hablar disipa el corazón y este pierde cuanto de valioso guarda en su interior; es entonces como un frasco de esencia que, por estar destapado, pierde el perfume, quedando en él solo agua y apenas un tenue aroma que recuerda el precioso contenido que alguna vez tuvo»10.

La Virgen también guardó un discreto silencio durante los tres años de vida pública de Jesús. La marcha de su Hijo, el entusiasmo de las multitudes, los milagros, no cambiaron su actitud. Solo su corazón experimentó la ausencia de Jesús. Incluso cuando los Evangelistas hablan de las mujeres que acompañaban al Maestro y le servían con sus bienes11 nada dicen de María, que con toda probabilidad permaneció en Nazaret. Parece normal que la Virgen se acercara en alguna ocasión para ver a su Hijo, oírle, hablar con Él... El Evangelio de la Misa12 narra una de estas ocasiones. Vino a verle su Madre y algunos parientes y, al llegar a la puerta de la casa, no pudieron entrar por el gran número de gente que se agolpaba alrededor de su Hijo. Le avisaron a Jesús que su Madre estaba fuera y que deseaba verle. Entonces, según indica San Mateo, Jesús extendió la mano sobre los discípulos13; San Marcos14 señala que Jesús, mirando a los que estaban sentados a su alrededor, respondió: Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen.

La Virgen no se desconcertó por la respuesta. Ella comprendió que era la mejor alabanza que podía dirigirle su Hijo. Su vida de fe y de oración le llevó a entender que su Hijo se refería muy particularmente a Ella, pues nadie estuvo jamás más unido a Jesús que su Madre. Nadie cumplió con tanto amor la voluntad del Padre. La Iglesia nos recuerda que la Santísima Virgen «acogió las palabras con las que el Hijo, exaltando el Reino por encima de las condiciones y lazos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a los que escuchan y guardan la palabra de Dios, como Ella lo hacía fielmente»15. María es más amada por Jesús a causa de los lazos creados en ambos por la gracia que en razón de la generación natural, que hizo de Ella su Madre en el orden humano. María también guardó silencio en aquella ocasión, a nadie explicó que las palabras del Maestro estaban especialmente destinadas a Ella. Después, quizá a los pocos minutos, la Madre se encontró con su Hijo y le agradeció tan extraordinaria alabanza.

Jesús se dirige a nosotros de muchas maneras, pero solo entenderemos su lenguaje en un clima habitual de recogimiento, de guarda de los sentidos, de oración, de paciente espera. Porque el cristiano, como el poeta, el escritor y el artista, ha de saber aquietar «la impaciencia y el temor al paso del tiempo. Aprender –con dolor, quizá– que solamente cuando la semilla escondida en tierra ha germinado y prendido y tiene numerosas raíces, entonces brota una pequeña planta. Y al oír que preguntan sonrientes: ¿y eso es todo?, hay que decir que sí, y estar convencido de que solo si está bien radicada, la planta irá creciendo, hasta que ya árbol muestre con sus ramas –según se creía en antiguas épocas– la extensión de su profundidad»16.

III. El silencio interior, el recogimiento que debe tener el cristiano es plenamente compatible con el trabajo, la actividad social y el tráfago que muchas veces trae la vida, pues «los hijos de Dios hemos de ser contemplativos: personas que, en medio del fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del alma en coloquio permanente con el Señor: y mirarle como se mira a un Padre, como se mira a un Amigo, al que se quiere con locura»17.

La misma vida humana, si no está dominada por la frivolidad, por la vanidad o por la sensualidad, tiene siempre una dimensión profunda, íntima, un cierto recogimiento que tiene su pleno sentido en Dios. Es ahí donde conocemos la verdad acerca de los acontecimientos y el valor de las cosas. Recogerse –«juntar lo separado», restablecer el orden perdido– consiste, en buena parte, en evitar la dispersión de los sentidos y potencias, en buscar a Dios en el silencio del corazón, que da sentido a todo el acontecer diario. El recogimiento es patrimonio de todos los fieles que buscan con empeño al Señor. Sin esta lucha decidida, no sería posible –contando siempre con la ayuda de la gracia– este silencio interior en medio del ruido de la calle, ni tampoco en la mayor de las soledades.

Para tener a Dios con nosotros en cualquier circunstancia, y nosotros estar metidos en Él mientras trabajamos o descansamos, nos serán de gran ayuda –quizá imprescindibles– esos ratos que dedicamos especialmente al Señor, como este en el que procuramos estar en su presencia, hablarle, pedirle... «Procura lograr diariamente unos minutos de esa bendita soledad que tanta falta hace para tener en marcha la vida interior»18. Y junto a la oración, el hábito de mortificación en todo aquello que separa de Dios y también en cosas de suyo lícitas, de las que nos privamos para ofrecerlas al Señor.

En un mundo de tantos reclamos externos necesitamos «esta estima por el silencio, esa admirable e indispensable condición de nuestro espíritu, asaltado por tantos clamores (...). Oh silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento, la interioridad, la disponibilidad para escuchar las buenas inspiraciones y las palabras de los verdaderos maestros. Enséñanos la necesidad y el valor de la preparación del estudio, de la meditación, de la vida personal e interior, de la plegaria secreta que solo Dios ve»19.

De la Virgen Nuestra Señora aprendemos a estimar cada día más ese silencio del corazón que no es vacío sino riqueza interior, y que, lejos de separarnos de los demás, nos acerca más a ellos, a sus inquietudes y necesidades.

1 Lc 2, 18. — 2 Lc 2, 51. 3 Jn 1, 46. — 4 S. Muñoz Iglesias, El Evangelio de María, Palabra, Madrid 1973, pp. 27-28. —5 Ch. Lubich, Meditaciones, Ciudad Nueva, Madrid 1989, p. 14. — 6 F. Suárez, La Virgen Nuestra Señora, Rialp, 17ª ed., Madrid 1984, p. 198. — 7 Santa Teresa, Vida, 8, 2. — 8 Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 14. — 9 Cfr. J. Guitton, La Virgen María, Rialp, 2ª ed., Madrid 1964, p. 109. — 10 F. Suárez, o. c., pp. 200-201. — 11 Cfr. Lc 81 2-3. — 12 Lc 8, 19-21. — 13 Mt 12, 49. — 14 Mc 3, 34. — 15 Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 58. — 16 F. Delclaux, El silencio creador, Rialp, Madrid 1969, p. 15. — 17 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 738. — 18 ídem, Camino, n. 304. — 19 Pablo VI, Alocución en Nazareth, 5-I-1964.

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