San Mateo 22, 1-14:
Los invitados al banquete

Autor: Padre Francisco Fernández Carvajal

Con permiso de: Ediciones Palabra y del autor  

 

          — Nos espera el Cielo. Correspondencia a la llamada del Señor. Ayudar a otros a que no rehúsen la invitación.

          — Llamada a participar de la intimidad divina. No existen excusas razonables para no asistir a la Cena del Rey.

          — Voluntad salvadora de Cristo. Nuestro afán apostólico se ha de dirigir a todas las almas.

I. La liturgia de este domingo presenta la salvación como un banquete regio, símbolo de todos los bienes, al que Dios nos invita. Preparará el Señor de los ejércitos para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos... Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos... Aniquilará la muerte para siempre. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todas las gentes...1. Desde antiguo, y mediante símbolos fácilmente comprensibles, los Profetas habían anunciado el Cielo como destino definitivo de la humanidad. El mismo Dios nos habría de conducir hasta ese monte santo. Así lo expresa el Salmo responsorial: El Señor es mi pastor... me conduce hacia fuentes tranquilas. Me guía por el sendero justo... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan... Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor, por años sin término2.

Jesús es nuestro Pastor y de mil maneras nos invita a seguirle, pero no quiere obligarnos a ir contra nuestra voluntad. Y aquí está el misterio del mal: los hombres podemos rehusar este ofrecimiento. El Evangelio de la Misa nos habla de este rechazo. El Reino de los cielos se parece a un rey que celebraba las bodas de su hijo. Y, según la costumbre, el rey envió a sus siervos para recordar a los invitados que ya estaba todo preparado y que se les esperaba. Ante la sorpresa del rey, los convidados no quisieron ir. Y el Señor, queriendo expresar la solicitud de Dios con sus hijos, relata en la parábola que el soberano volvió a enviar de nuevo a sus servidores: Nuevamente envió a otros criados ordenándoles: Decid a los invitados: mirad que tengo ya preparado mi banquete... La bondad de Dios se expresa en esta divina insistencia y en la exuberancia de los bienes: he matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. A pesar de todo, los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otros a sus negocios, los demás echaron mano de los criados y los maltrataron hasta matarlos. En otras parábolas (la de los viñadores, por ejemplo) se exigía algo debido, el fruto de lo que se había dejado para administrarlo; aquí, en cambio, nada se exige, se ofrece todo. ¡Y es rechazado! El Señor ofrece bienes inimaginables, y los hombres en muchas ocasiones no los valoramos. Con mucha pena debió Jesús relatar esta parábola. Es la repulsa al amor de Dios a través de los siglos.

Los convidados pueden estar representados hoy, entre otros, por esos hombres que, sumergidos en sus asuntos y negocios terrenos, parecen no necesitar para nada de Dios. Y cuando son avisados de que el Cielo les espera, reaccionan con violencia, como en la parábola. A pesar de todo, tenemos la obligación santa de acercarnos a los que nos rodean, «de sacudirles de su modorra, de abrir horizontes diferentes y amplios a su existencia aburguesada y egoísta, de complicarles santamente la vida, de hacer que se olviden de sí mismos y que comprendan los problemas de los demás.

»Si no, no eres buen hermano de tus hermanos los hombres, que están necesitados de ese “gaudium cum pace” —de esta alegría y esta paz, que quizá no conocen o han olvidado»3. Muchos responderán y llegarán a tiempo al banquete.

II. La imagen del banquete es considerada en otros lugares de la Sagrada Escritura como símbolo de intimidad y de salvación. He aquí que estoy a la puerta y llamo: si alguno escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo4. Y se repite una y otra vez la solicitud de Dios, el afán divino por una intimidad mayor, que tendrá su culminación en el encuentro definitivo con Él en el Cielo, dentro de un tiempo, quizá no muy largo. ¡Ábreme, hermana mía, amada mía...! Que está mi cabeza cubierta de rocío y mis cabellos de escarcha de la noche5, dice Dios al alma de tantas maneras. ¿Cómo es nuestra correspondencia a las mil llamadas que nos hace llegar el Señor? ¿Cómo es nuestra oración, que nos adentra en la intimidad con Dios, pues el Cielo comienza ya aquí en la tierra? ¿Nos excusamos fácilmente ante un compromiso de un mayor amor, de una más honda correspondencia? ¿Nos sentimos responsables de que llegue a muchos la invitación divina? ¿Nos interesa y preocupa la salvación de todos aquellos que conocemos?

Es muy grave rechazar la invitación divina, vivir como si Dios no fuera importante y el encuentro definitivo con Él estuviera tan lejano que no mereciera la pena prepararse para él. Ante la salvación, bien absoluto, no hay ninguna excusa que sea razonable: ni campos, ni negocios, ni salud, ni bienestar... Hoy los pretextos que algunos aducen para no acudir a las amables invitaciones del Señor son iguales a los que leemos en la parábola: sus preocupaciones terrenas, como si lo de aquí abajo fuera lo definitivo; otros varían, «pero el hecho sigue siendo el mismo: no aceptan la salvación de Dios y se excluyen voluntariamente por preferir otra cosa. Se quedan con lo que eligen, pierden lo que rechazan»6. ¡Qué pena tan grande nos debe producir el comprobar cómo muchos –por unas razones u otras– parecen rechazar la intimidad con Dios y ponen en peligro su salvación eterna!

Pero el Señor quiere que se llene su casa, su actitud es siempre salvadora: Id, pues, a los cruces de los caminos y llamad a las bodas a todos los que encontréis. Los criados, saliendo a los caminos, reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. Nadie queda excluido de la intimidad divina. Solo aquel que se aparta a sí mismo, que resiste la amable invitación del Señor, repetida una y otra vez.

«Ayúdanos, Señor –exclamaba San Agustín–, a dejarnos de malas y vanas excusas y a ir a esa cena... No sea la soberbia impedimento para ir al festín, alzándonos con jactancia, ni nos apegue a la tierra una curiosidad mala, distanciándonos de Dios, ni nos estorbe la sensualidad las delicias del corazón. Haz que acudamos... ¿Quienes vinieron a la cena, sino los mendigos, los enfermos, los cojos, los ciegos? (...). Vendremos como pobres, pues nos invita quien, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecer con su pobreza a los pobres. Vendremos como enfermos, porque no han menester médico los sanos sino los que andan mal de salud. Vendremos como lisiados y te diremos: Endereza mis pasos conforme a tu palabra (Sal 118, 113). Vendremos como ciegos y te pediremos: Ilumina mis ojos para que jamás duerma en la muerte (Sal 12, 4)»7.

III. Id, pues, a los cruces de los caminos y llamad a las bodas... Son palabras dirigidas a nosotros, a todos los cristianos, pues la voluntad salvadora de Dios es universal8: abarca a todos los hombres de todas las épocas. Cristo, en su Amor por los hombres, busca la conversión de cada alma con infinita paciencia, hasta el extremo de morir en la Cruz. Cada hombre puede decir de Jesús: me amó y se entregó a Sí mismo por mí9. De esta actitud salvadora del Maestro participamos quienes queremos ser sus discípulos. Los criados, saliendo a los caminos, reunieron a todos los que encontraron... Como a Jesús, nos ha de interesar la salvación de todas las almas. El portero que nos indica la puerta del ascensor, el médico que nos acaba de extender una receta, la señora que sube al autobús en la parada siguiente a la nuestra, los niños que salen del colegio, el profesor que anuncia el día del examen... todos son objeto del desvelo divino y, por eso mismo, parte importante de nuestro afán apostólico. «Fíjate bien: hay muchos hombres y mujeres en el mundo, y ni a uno solo de ellos deja de llamar el Maestro.

»Les llama a una vida cristiana, a una vida de santidad, a una vida de elección, a una vida eterna»10.

Nos urge a los cristianos llevar a las almas, una a una, hasta el Señor. La misma solicitud con que Cristo nos anima, nos conforta, hemos de tener nosotros con quienes tratamos todos los días, siguiendo el consejo: «lleva a todos sobre ti, como a ti te lleva el Señor»11. Hemos de abrir nuevos horizontes a su existencia, a veces encerrada en unas aspiraciones solamente terrenas, cortas; descubrirles la necesidad de tratar cada día a Dios con confianza; animarles a ofrecer sus trabajos; ayudarles a que encuentren la raíz de muchas de sus vacilaciones, del vacío interior que a veces experimentan... Nadie puede pasar a nuestro lado sin que nuestras palabras y nuestras obras le hayan hablado de Dios. El pensamiento de su salvación eterna y de su felicidad temporal, que no alcanzarán fuera de Dios, nos empujará a buscar la ocasión oportuna o a crearla para que, con paciencia, les llegue la llamada del Señor. Tiene que dolernos su ignorancia religiosa, su visión pobre y terrena de las cosas.

Nuestra Madre Santa María nos enseñará a tratar a cada persona con el interés y el aprecio con que la mira su Hijo.

1 Primera lectura, Is 25, 6-10. — 2 Salmo responsorial, Sal 22, 1-6. — 3 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 900. — 4 Apoc 3, 20. — 5 Cant 5, 2. — 6 F. Suárez, Después, Rialp, Madrid 1978, p. 172. — 7 San Agustín, Sermón 112, 8. — 8 Cfr. 1 Tim 2, 4. — 9 Gal 2, 20. — 10 San Josemaría Escrivá, o. c., n. 13. — 11 San Ignacio de Antioquía, Epístola a Policarpo, 1, 2.

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