Octavario por la unión de los cristianos
María, Madre de la Unidad
7to Día del OctavarioAutor: Padre Francisco Fernández Carvajal
Con permiso de: Ediciones Palabra y del autor
—
Madre de la unidad en el momento de la Encarnación.
— En el Calvario.
— En la Iglesia naciente de Pentecostés.
I.
Saldrás con júbilo al encuentro de los hijos de Dios,
Virgen María, porque todos se reunirán para bendecir al Señor del mundo1.
La Iglesia, llevada por un
ferviente deseo de congregar en la unidad a los cristianos y a todos los
hombres, suplica a Dios, por intercesión de la Virgen, que todos los pueblos se
reúnan en un mismo pueblo de la nueva Alianza2.
La Iglesia está persuadida de que la causa de la unidad de los cristianos está
íntimamente relacionada con la Maternidad espiritual de la Santísima Virgen
María sobre todos los hombres, y de modo particular sobre los cristianos3.
El Papa Pablo VI la invocó en diversas ocasiones con el título de
Madre de la unidad4.
Juan Pablo II dirigía a Nuestra Señora esta oración llena de amor y de confianza:
«Tú que eres la primera servidora de la unidad del Cuerpo de Cristo, ayúdanos,
ayuda a todos los fieles, que sienten tan dolorosamente el drama de las
divisiones históricas del cristianismo, a buscar continuamente el camino de la
unidad perfecta del Cuerpo de Cristo mediante la fidelidad incondicional al
Espíritu de Verdad y de Amor...»5.
La Iglesia nació en cierto
modo con Cristo y creció ya en la casa de Nazareth juntamente con Él, puesto que
la Iglesia, en su realidad invisible y misteriosa, es el mismo Cristo
místicamente desarrollado y vivo en nosotros. Y María, por su divina maternidad,
es Madre de la Iglesia entera desde sus comienzos6.
Todos formamos un solo Cuerpo, y María es Madre de ese Cuerpo místico. ¿Y qué
madre va a permitir que sus hijos se separen y se alejen de la casa paterna? ¿A
quién recurrir con más seguridad de ser escuchados que a Santa María, Madre?
San Bernardo, en una página
bellísima, nos describe a todas las creaturas invocando a María para que en la
Anunciación pronunciara el fiat,
el hágase, que
había de traer la salvación para todos. Cielo y tierra, pecadores y justos,
presente, pasado y futuro se congregan en Nazareth en torno a María7.
Cuando Nuestra Señora dio su consentimiento, se hizo realidad su Maternidad
sobre Cristo y sobre la Iglesia y, en cierto modo, sobre toda la creación. El
pecado había disgregado la unidad del género humano y perturbado todo el orden
del Universo. María fue la criatura escogida para hacer posible la Encarnación
del Hijo de Dios y, con su consentimiento, fue también causa de la
recapitulación de todas las cosas que Cristo habría de llevar a cabo a través de
la Redención.
La Iglesia, Cuerpo místico de
Cristo, tuvo en la Encarnación –y, por consiguiente, en el seno mismo de María–
el principio primero de su unidad. La Virgen Santísima fue la
Madre de la unidad de la
Iglesia en su más profunda realidad, pues dio la vida a Cristo en su seno
purísimo. Cristo, «autor de la fe íntegra y amante de la unidad, eligió para sí
una Madre incorrupta de alma y cuerpo y quiso como Esposa a la Iglesia una e
indivisa»8.
II. Cristo consumó la
Redención en el Calvario. El nuevo Pacto, sellado con la Sangre derramada en la
Cruz, unía de nuevo a los hombres con Dios, y los congregaba a la vez entre sí.
El Señor –enseña San Pablo– destruyó todos los muros de división y formó una
Iglesia única, un solo pueblo9.
La diversidad de razas, de naciones, de lenguas, de condiciones sociales, no
sería obstáculo para esa unidad que Cristo nos dio con su Muerte en la Cruz. En
aquel instante en que se consumaba la Redención, surgía el nuevo Pueblo de los
hijos de Dios, unificados en torno a su Cruz y redimidos con su Sangre. «Elevado
sobre la tierra, en presencia de la Virgen Madre, congregó en la unidad a tus
hijos dispersos, uniéndolos a sí mismo con los vínculos del amor»10.
La Virgen, en aquellas horas
de la pasión, alimentaba en su Corazón sacratísimo los mismos sentimientos de su
Hijo, quien en la tarde anterior se había despedido de sus discípulos con un
mensaje de fraternidad, dirigiendo al Padre una plegaria que culminaba en
aquella petición por la unidad, que nosotros también, en unión con Él, hemos
repetido quizá tantas veces: ut omnes unum sint,
sicut tu, Pater, in me et ego in te..., que todos
sean uno, como Tú, Padre, en Mí y Yo en Ti...11.
Esta unidad que pide Jesús para los suyos es reflejo de la que existe entre las
tres Personas divinas, y de la que participó Nuestra Señora en un grado
incomparable y absolutamente extraordinario12.
Nuestra Señora, al pie de la
Cruz, estaba unida íntimamente a su Hijo, corredimiendo con Él. Allí, Jesús,
viendo a su Madre y al discípulo al que amaba,
dijo a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Después dice al discípulo: He ahí a tu
madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa13.
Nuestra Madre Santa María estuvo siempre unida a su Hijo, como ninguna criatura
lo ha estado ni lo estará jamás, y de modo muy particular en aquellos últimos
momentos en los que se consumaba nuestra redención. En el Calvario «mantuvo
fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz, junto a la cual, no sin designio
divino, se mantuvo erguida
(cfr. Jn 19, 25),
sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a
su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la Víctima que Ella
misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús,
agonizante en la Cruz, como madre al discípulo»14,
en el que estábamos representados todos los hombres. Ella es Madre de todo el
género humano y especialmente de todos aquellos que por el Bautismo hemos sido
incorporados a Cristo. ¿Cómo podríamos olvidarnos, en estos días en que pedimos
insistentemente la unidad, de la Madre que congrega en la única casa a todos los
hijos?
El Concilio Vaticano II nos
recordaba la necesidad de volver nuestra mirada hacia la Madre común: «ofrezcan
todos los fieles súplicas apremiantes a la Madre de Dios y Madre de los hombres,
para que Ella (...) interceda en la comunión de todos los santos ante su Hijo,
hasta que todas las familias de los pueblos, tanto los que se honran con el
título de cristianos como los que todavía desconocen a su Salvador, lleguen a
reunirse felizmente, en paz y concordia, en un solo Pueblo de Dios, para gloria
de la Santísima e indivisible Trinidad»15.
A Ella acudimos pidiéndole que este amor a la unidad nos mueva a crecer cada vez
más en un apostolado sencillo, constante y eficaz: «Invoca a la Santísima
Virgen; no dejes de pedirle que se muestre siempre Madre tuya: “monstra te esse
Matrem!”, y que te alcance, con la gracia de su Hijo, claridad de buena doctrina
en la inteligencia, y amor y pureza en el corazón, con el fin de que sepas ir a
Dios y llevarle muchas almas»16.
III.
Vuelto a Ti y sentado a tu derecha, envió sobre la
Virgen María, en oración con los Apóstoles, el Espíritu de la concordia y de la
unidad, de la paz y del perdón17.
La Iglesia, por voluntad de
Jesucristo, tuvo desde el principio una unidad visible, en la fe, en la única
esperanza, en la caridad, en la oración, en los sacramentos, en los pastores por
los que iba a ser gobernada, al frente de los cuales fue puesto Pedro. Esta
unidad visible, externa, debía constituir como una señal de su carácter divino,
porque sería una manifestación de la presencia de Dios en ella. Así lo pidió
Jesús en la Última Cena18.
Así vivieron los primeros cristianos: unidos entre ellos, bajo la autoridad de
los Apóstoles.
Cuando los Apóstoles están
reunidos en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo, allí está Nuestra Señora
con ellos. Aquellos pocos son la primera célula de la Iglesia universal. «María
está en el centro de ella, como corazón que le da vida en lo más íntimo»19.
Los Apóstoles perseveraban en la oración con
María, la Madre de Jesús20.
Las personas y los detalles que describe San Lucas son como atraídos por la
figura de María, que ocupa el centro del lugar donde se han congregado los
íntimos de Jesús. «La tradición ha contemplado y meditado este cuadro y ha
concluido que en él aparece la maternidad que la Virgen ejerce sobre toda la
Iglesia, tanto en su origen como en su desarrollo»21.
En torno a María permanecen unidos quienes recibirán el Espíritu Santo. Pedro
constituye la unidad interna de la Iglesia. «María creaba una atmósfera de
caridad, de solidaridad, de unánime conformidad. Ella era, por consiguiente, la
mejor colaboradora de Pedro y de los Apóstoles en la organización y en el
gobierno»22.
Después de su Asunción a los
Cielos, María ha velado sin cesar por la unidad de los miembros de su Hijo, y
cuando estos no han acogido esta maternal protección que los mantenía unidos, no
ha cesado de interceder para que vuelvan a la plena comunión en el seno de la
Iglesia. A nosotros nos hace experimentar sentimientos de fraternidad, de
comprensión y de paz. «La experiencia del Cenáculo no reflejaría la hora de
gracia de la efusión del Espíritu, si no tuviese la gracia y la alegría de la
presencia de María. Con María, la Madre de Jesús
(Hech 1, 14), se
lee en el gran momento de Pentecostés (...). Ella. Madre del amor y de la unidad,
nos une profundamente para que, como la primera comunidad nacida del Cenáculo,
seamos un solo corazón y una sola alma.
Ella, “Madre de la unidad”, en cuyo seno el Hijo de Dios se unió a la humanidad,
inaugurando místicamente la unión esponsalicia del Señor con todos los hombres,
nos ayude para ser “uno” y para convertirnos en instrumentos de unidad (...)»23.
1 Misal Romano, Misa de Santa María, Madre y Reina de la unidad, Antífona de entrada. — 2 Ibídem, Colecta. — 3 Cfr. León XIII, Enc. Auditricem populi, 5-IX-1895. — 4 Cfr. Pablo VI, Insegnamenti, vol. II, p. 69. — 5 Juan Pablo II, Radiomensaje en la conmemoración del Concilio de Éfeso, 7-VI-1981. — 6 Pablo VI, Discurso al Concilio, 21-IX-1964. — 7 Cfr. San Bernardo, Homilías sobre la Virgen Madre, 2. — 8 Misal Romano, loc. cit., Prefacio. — 9 Cfr. Ef 2, 14 ss. — 10 Misal Romano, loc. cit., Prefacio. — 11 Jn 17, 21. — 12 Cfr. Juan Pablo II, Homilía 30-I-1979. — 13 Jn 19, 26-27. — 14 Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 58, — 15 Ibídem, 69. — 16 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 986. — 17 Misal Romano, loc. cit., Prefacio. — 18 Jn 17, 23. — 19 R. M. Spiazzi, María en el misterio cristiano, Studium, Madrid 1958, p. 69. — 20 Hech 1, 14. — 21 Sagrada Biblia, Hechos de los Apóstoles, EUNSA, Pamplona 1984, in loc. — 22 R. M. Spiazzi, o. c., p. 70. — 23 Juan Pablo II, Homilía 24-III-1980.