Memoria: Santa Mónica

Autor: Padre Francisco Fernández Carvajal

Con permiso de: Ediciones Palabra y del autor   

 

         — Oración de Santa Mónica por la conversión de su hijo Agustín.

         — Transmitir la fe en la familia. Piedad familiar.

         — La oración en familia.

I. El Evangelio de la Misa de hoy nos narra la llegada de Jesús a la ciudad de Naín, acompañado de sus discípulos y de una numerosa muchedumbre. Al entrar, se encontró con un cortejo fúnebre que acompañaba a una viuda, cuyo hijo único llevaban a enterrar. Al verla, el Señor se compadeció de ella y le dijo: No llores. Se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron; y dijo: Muchacho, a ti te lo digo, levántate. Y el que estaba muerto se incorporó y comenzó a hablar; y se lo entregó a su madre1. En las almas se obra con frecuencia este milagro: muchos que estaban muertos para Dios vuelven a la Vida.

Durante muchos años, Agustín, hijo de Santa Mónica, estuvo alejado de Dios y muerto a la gracia por el pecado. La Santa, cuya memoria hoy celebramos, fue la madre intachable que con ejemplo, lágrimas y oraciones obtuvo del Señor la resurrección espiritual del que sería uno de los más grandes santos y doctores de la Iglesia. La fidelidad a Dios día a día de Santa Mónica obtuvo también la conversión de su marido Patricio, que era pagano, y ejerció una influencia decisiva en todos aquellos que de alguna manera formaban parte del ámbito familiar. San Agustín resume en estas pocas palabras la vida de su madre: «cuidaba de todos como si realmente fuera madre de todos y servía también a todos como si hubiera sido hija de todos»2.

Santa Mónica estuvo siempre pendiente de la conversión de su hijo: lloró mucho, rogó a Dios insistentemente, y no cesó de pedir a personas buenas y sabias que hablaran con él y trataran de convencerle para que abandonase sus errores. Un día, San Ambrosio, Obispo de Milán, al que había acudido repetidas veces, la despidió con estas palabras que han sido el consuelo de tantos padres y madres a lo largo de los siglos: «¡Vete en paz, mujer!, pues es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas»3. El ejemplo de Santa Mónica quedó grabado de tal modo en el ánimo de San Agustín que años más tarde, quizá recordando a su madre, exhortaba: «procurad con todo cuidado la salvación de los de vuestra casa»4.

La familia es verdaderamente el lugar adecuado para que los hijos reciban, desarrollen, y muchas veces recuperen, la fe. «¡Qué grato es al Señor ver que la familia cristiana es verdaderamente una iglesia doméstica, un lugar de oración, de transmisión de la fe, de aprendizaje a través del ejemplo de los mayores, de actitudes cristianas sólidas, que se conservan a lo largo de toda la vida como el más sagrado legado! Se dijo de Santa Mónica que había sido dos veces madre de Agustín, porque no solo lo dio a luz, sino que lo rescató para la fe católica y la vida cristiana. Así deben ser los padres cristianos: dos veces progenitores de sus hijos, en su vida natural, y en su vida en Cristo y espiritual»5. Y tendrán un doble premio del Señor y una doble alegría en el Cielo.

II. Nunca debe desfallecer la oración por los hijos: es siempre eficaz, aunque a veces, como en la vida de San Agustín, tarden algún tiempo en llegar los frutos. Esta oración por la familia es gratísima al Señor, especialmente cuando va acompañada por una vida que procura ser ejemplar. San Agustín nos dice de su madre que también «se esforzó en ganar a su esposo para Dios, sirviéndose no tanto de palabras como de su propia vida»6; una vida llena de abnegación, de alegría, de firmeza en la fe. Si queremos llevar a Dios a quienes nos rodean, el ejemplo y la alegría han de ir por delante. Las quejas, el malhumor, el celo amargo poco o nada consiguen. La constancia, la paz, la alegría y una humilde y constante oración al Señor, lo consiguen todo.

El Señor se vale de la oración, el ejemplo y la palabra de los padres para forjar el alma de los hijos. Junto a una vida ejemplar, que es una continuada enseñanza, los padres han de enseñar a sus hijos modos prácticos de tratar a Dios, muy especialmente en los primeros años de la infancia, apenas comienzan a balbucear las primeras palabras: oraciones vocales sencillas que se transmiten de generación en generación, fórmulas breves, claramente comprensibles, capaces de poner en sus corazones los primeros gérmenes de lo que llegará a ser una sólida piedad: jaculatorias, palabras de cariño a Jesús, a María y a José, invocaciones al Ángel de la guarda... Poco a poco, con los años, aprenden a saludar con piedad las imágenes del Señor o de la Virgen, a bendecir y dar gracias por la comida, a rezar antes de irse a la cama. Los padres jamás deben olvidar que sus hijos son ante todo hijos de Dios, y que han de enseñarles a comportarse como tales.

En ese clima de alegría, de piedad y de ejercicio de las virtudes humanas, en sus muchas manifestaciones de laboriosidad, sana libertad, buen humor, sobriedad, preocupación eficaz por quienes padecen necesidad... nacerán con facilidad las vocaciones que la Iglesia necesita, y que serán el mayor premio y honor que reciban los padres en este mundo. Por eso el Papa Juan Pablo II exhortaba a los padres a crear una atmósfera humana y sobrenatural en la que pudieran darse esas vocaciones. Y añadía: «Aunque vienen tiempos en los que vosotros, como padres o madres, pensáis que vuestros hijos podrían sucumbir a la fascinación de las expectativas y promesas de este tiempo, no dudéis; ellos se fijarán siempre en vosotros mismos para ver si consideráis a Jesucristo como una limitación o como encuentro de vida, como alegría y fuente de fuerza en la vida cotidiana. Pero sobre todo no dejéis de rezar. Pensad en Santa Mónica, cuyas preocupaciones y súplicas se fortalecían cuando su hijo Agustín, futuro obispo y Santo, caminaba lejos de Cristo y así creía encontrar su libertad. ¡Cuántas Mónicas hay hoy! Nadie podrá agradecer debidamente lo que muchas madres han realizado y siguen realizando en el anonimato con su oración por la Iglesia y por el reino de Dios, y con su sacrificio. ¡Que Dios se lo pague! Si es verdad que la deseada renovación de la Iglesia depende sobre todo del ministerio de los sacerdotes, es indudable que también depende en gran medida de las familias, y especialmente de las mujeres y madres»7. Ellas pueden mucho delante de Dios, y delante del resto de la familia.

III. Si fue tan grata a Dios la oración de una madre, Santa Mónica, ¡cómo será la de la familia entera, rezando por unos mismos fines! «La plegaria familiar escribe el Papa Juan Pablo II- tiene unas características propias. Es una oración “hecha en común”, marido y mujer juntos, padres e hijos juntos (...). A los miembros de la familia cristiana pueden aplicarse de modo particular las palabras con las cuales el Señor promete su presencia: En verdad os digo que si dos de vosotros conviniereis sobre la tierra en pedir cualquier cosa, os la otorgará mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos (Mt 18, 19 ss.)»8. Los miembros de la familia se unen, entre sí y con Dios, con más fuerza mediante la oración en común.

Esta plegaría tiene como contenido esencial la misma vida de familia: «alegrías y dolores, esperanzas y tristezas, nacimientos y cumpleaños, aniversario de la boda de los padres, partidas, alejamientos y regresos, elecciones importantes y decisivas, muerte de personas queridas, etc., señalan la intervención del amor de Dios en la historia de la familia, como deberán también señalar el momento favorable de acción de gracias, de imploración, de abandono confiado de la familia al Padre común que está en los cielos. Además, la dignidad y la responsabilidad de la familia cristiana en cuanto Iglesia doméstica solamente pueden ser vivificadas con la ayuda incesante de Dios, que será concedida sin falta a cuantos la pidan con humildad y confianza en la oración»9.

El centro de la familia cristiana debe estar puesto en el Señor. Por eso, cualquier acontecimiento o circunstancia que, con solo una visión humana, sería incomprensible es interpretado como algo permitido por Dios, algo que redundará siempre en bien de todos. Así, la enfermedad o la muerte de una persona querida, el nacimiento de un hermano minusválido o cualquier otra prueba son advertidos con relieve de eternidad y no llevan al desaliento o a la amargura, sino a confiar más en el Señor y a abandonarse del todo en sus brazos. Él es Padre de todos.

En el día de hoy pedimos a Santa Mónica la constancia que ella tuvo en la oración y que ayude a todas las familias a conservar ese tesoro de la piedad familiar, aunque en muchos lugares el ambiente y las costumbres que se van extendiendo no sean favorables. Esta situación, por el contrario, nos ha de llevar a todos a un mayor empeño en que Dios sea realmente el centro de todo hogar, comenzando por el nuestro. Así la vida de familia será un anticipo del Cielo.

1 Lc 7, 11-17. — 2 San Agustín, Confesiones, 9, 9, 21. — 3 Ibídem, 3, 12, 21. — 4 ídem, Sermón 94. — 5 Juan Pablo II, A los obispos de Chile en visita «ad limina», 10-III-1989. — 6 San Agustín, Confesiones 9, 9, 19. — 7 juan Pablo II, En la inauguración del seminario de Augsburgo, 4-V-1987. — 8 ídem, Exhort. Apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, 59. — 9 Ibídem.

* Santa Mónica nació en Tagaste (África) el año 331, de familia cristiana. Muy joven, fue dada en matrimonio a un hombre pagano llamado Patricio, del que tuvo varios hijos, entre ellos Agustín, cuya conversión consiguió de la misericordia divina con muchas lágrimas y oraciones. Es un modelo acabado de madre cristiana. Murió en Ostia (Italia) el año 387.

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