Solemnidad. El Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo
San Juan 20, 19-23: No ignora ningún sonidoAutor: Padre Guillermo Juan Morado
La solemnidad del Santísimo Cuerpo y
Sangre de Cristo nos empuja a expresar nuestra fe en la presencia real de Cristo
en la Eucaristía; a “expresar”, es decir, a manifestarla con palabras, miradas o
gestos. La fe tiene su raíz en la acción de la gracia en nuestro corazón, pero
abarca la totalidad de lo que somos y, por consiguiente, como la alegría o el
amor, necesita ser expresada.
La Iglesia no ahorra
las palabras, no silencia la emoción que suscita la presencia del Señor en el
Santísimo Sacramento y acude a la Escritura Santa para hacer resonar, en el
canto del Aleluya de la Misa, la afirmación del mismo Jesús: “Yo soy el pan vivo
que ha bajado del cielo, dice el Señor; quien coma de este pan vivirá para
siempre” (cf Jn
6,51-52). Y en uno de los prefacios proclama: “Su carne, inmolada por nosotros,
es alimento que nos fortalece; su sangre, derramada por nosotros, es bebida que
nos purifica”. Y en el himno eucarístico compuesto por Santo Tomás se dice que
la lengua cante el misterio del glorioso Cuerpo de Cristo: “Pange,
lingua, gloriosi
Corporis mysterium”.
La mirada del creyente
de asombra y se admira ante esta singular manera en la que Cristo ha querido
hacerse presente en su Iglesia. Y los ojos, que sólo alcanzan a ver el signo del
pan y del vino, piden ayuda a la fe para creer, basados en la autoridad de Dios,
que no miente, que Jesucristo, nuestro, Señor es el “Dios escondido, oculto
verdaderamente bajo estas apariencias”. La mirada se vuelve entonces adoración:
“A ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al contemplarte”.
Pero también el
lenguaje corporal, la gestualidad del hombre, se siente comprometida a expresar
la fe en la presencia real. Por esa razón nos arrodillamos ante el Santísimo
Sacramento o hacemos la genuflexión cuando pasamos delante del sagrario. Todos
los elementos sensibles que rodean la conservación de la Eucaristía o su
presentación a la adoración de los fieles han subrayar y manifestar, por la
nobleza de sus materiales y de sus formas, la grandeza de esta Presencia: el
sagrario, el copón, la custodia o el palio con el que honramos, en la procesión
eucarística, el paso del Señor. En esta lógica de una fe que se expresa se
inserta, como un elemento destacado, la procesión del
Corpus Christi,
la proclamación pública de reconocimiento de la presencia real, permanente y
sustancial de Jesucristo en el Santísimo Sacramento.
La ofrenda de pan y de
vino de Melquisedec prefigura la ofrenda que la
Iglesia, unida a Cristo, hace del Cuerpo y la Sangre del Señor (cf
Gn
14,18-20). Celebrando el memorial de su sacrificio, de su Cuerpo entregado y de
su Sangre derramada (cf 1
Co
11,23-26), la Iglesia alaba al Padre en acción de gracias “por todo lo que Dios
ha hecho de bueno, de bello y de justo en la creación y en la humanidad” (Catecismo
1359). La Eucaristía es el banquete sobreabundante, que Cristo ha prefigurado en
la multiplicación de los panes y de los peces (cf
Lc
9,11-17), para que todos podamos comer y saciarnos.
En lugar de su forma
visible, que ya no permanece entre nosotros desde la Ascensión, el Señor quiso
darnos su presencia sacramental; ya que se ofreció por nosotros en la Cruz,
quiso que tuviéramos el memorial del amor con que nos había amado “hasta el
fin”. Como resume el
Catecismo: “en su
presencia eucarística permanece misteriosamente en medio de nosotros como quien
nos amó y se entregó por nosotros, y se queda bajo los signos que expresan y
comunican ese amor” (n.1380).
Que a la vez que manifestamos nuestra fe en su presencia seamos también testigos que comunican su amor. ¡Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del altar! Amén.