XIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
San Lucas 9, 51-62: El camino, el seguimiento, la libertadAutor: Padre Guillermo Juan Morado
El Señor inicia el
camino de Jerusalén, un itinerario que conduce a la cruz. El rechazo de los
samaritanos, como, antes, el rechazo de los de Nazaret (cf
Lc
4,16-30), muestra la dificultad de su tarea: “No lo recibieron, porque se
dirigía a Jerusalén” (Lc
9,53). La repulsa de los samaritanos se convierte, de algún modo, en un preludio
de la repulsa de la cruz.
La respuesta de Jesús
ante el rechazo es la paciencia y la mansedumbre. Una actitud que debemos hacer
nuestra, cuando, también hoy, la Buena Noticia del Evangelio, la novedad que
proviene de Dios, es rechazada en la medida en que se contrapone a la lógica de
este mundo. El Evangelio, como un visitante inoportuno, no es recibido, ya que
la dirección a la que apunta – la entrega absoluta de la cruz – contrasta con el
impulso dominante de la búsqueda de uno mismo, con la instalación cómoda en el
egoísmo y la autosatisfacción.
En un discurso dirigido
a los jóvenes en Malta, el Papa Benedicto XVI mostraba, en continuidad con la
respuesta que Jesús dio a Santiago y a Juan, partidarios de mandar bajar “fuego
del cielo”, la necesidad de no asustarse ante el rechazo y la urgencia de no
dejarse arrastrar por un espíritu de venganza: “Encontraréis
ciertamente oposición al mensaje del Evangelio. La cultura de hoy, como
cualquier cultura, promueve ideas y valores que contrastan en ocasiones con las
que vivía y predicaba nuestro Señor Jesucristo. A veces, estas ideas son
presentadas con un gran poder de persuasión, reforzadas por los medios y por las
presiones sociales de grupos hostiles a la fe cristiana”.
Pero este rechazo del
mundo no encuentra un eco en el corazón de Dios, ni tampoco ha de encontrarlo en
el corazón de la Iglesia, que no es otro que el amor: “Dios no rechaza a nadie,
y la Iglesia tampoco rechaza a nadie. Más aún, en su gran amor, Dios nos reta a
cada uno para que cambiemos y seamos mejores” (Malta, 18.IV.2010).
En realidad, el
discípulo ha de preocuparse, sobre todo, por seguir a Jesús, con todas las
consecuencias, dejando, o colocando en un segundo plano, aquello que pueda
suponer un estorbo: La obsesión por la estabilidad de un hogar, la excesiva
dependencia de los vínculos familiares, la tentación de seguir mirando hacia un
pasado en el que todavía Cristo no contaba en nuestras vidas.
Esta exigencia de
radicalidad en el seguimiento equivale a trazar una escala de valores: Lo
primero, ha de ser Cristo y los bienes futuros. Y esta opción, que cada uno ha
de concretar en conformidad con su propio estado de vida y con las obligaciones
que de ahí se derivan, impide perseguir al mismo tiempo el aplauso del mundo o
el excesivo apego a los bienes terrenos. Una opción que prefigura Eliseo, quien,
dejando lo que tenía, “marchó tras Elías y se puso a su servicio”
(cf 1
R
19, 16-21).
El seguimiento
engendra la libertad, la liberación de las esclavitudes. “Vuestra vocación es la
libertad”, dice San Pablo a los
Gálatas (cf Ga
5,1.13-18). Pero se trata de una libertad que no se identifica con el
cumplimiento del propio capricho, sino que, en una continua expropiación del yo,
se traduce en amor y en entrega. En el camino de nuestra vida, que, como el de
Jesús, pasa por Jerusalén, la libertad indica la meta, que no es otra que Dios
mismo, nuestra bienaventuranza. Él es, en definitiva, “la porción de mi heredad”
(Sal
15).