Superávit de buen vino

Domingo II del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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 “En aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos fueron también invitados a la boda”. San Juan, cap. 2.


Quien avanza por la actual carretera, desde Nazaret a Tiberíades, encuentra un poblado que tradicionalmente se identifica con Caná, patria del apóstol Bartolomé. Como leemos en San Juan, allí inauguró Jesús su ministerio.

Hubiera sido más solemne, y también más religioso, iniciar su programa en los atrios del templo. O en alguna sinagoga por ejemplo la de Cafarnaúm, curando además a un leproso.

Pero el Maestro “comenzó sus signos y manifestó su gloria” durante una boda popular, donde obsequió a los novios muchos litros de buen vino. Con cierto motivo dirán más tarde sus contradictores: “Ahí tenéis a un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores”.

La situación se puso crítica durante la fiesta, a causa de los numerosos vecinos que acudieron. En oriente, unas bodas son una celebración a puertas abiertas. La madre de Jesús estaba allí, anota el evangelista. Y el Señor también fue invitado con sus discípulos.

Los peregrinos que hoy visitan Caná, encontrarán una fuente, la cual según aseguran los lugareños, es la misma del tiempo de Jesús. Además un fraile les mostrará un ánfora de piedra, semejante a las que se usaban antaño.

La madre del Señor juega entonces un papel importante, haciéndole saber a su Hijo el apuro que afligía a los novios. El Maestro al comienzo esquiva el problema, pero luego manda a los criados que llenen las tinajas que allí había para las purificaciones rituales. Que lleven de esa agua al responsable del servicio. Hubo entonces vino en cantidad para prolongar la fiesta.

Y vino de calidad: “Todos, le dice al novio el encargado del banquete, pone primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el peor. Tú en cambio has guardado el vino bueno hasta ahora”.

Los presentes se asombraron ante el prodigio, y además quienes habían conocido al Bautista, se extrañaron. Juan se mostraba como un profeta huraño, alejado del mundo y austero hasta no más. Jesús, por el contrario, vivía al igual que sus paisanos. Se proclamaba Hijo de Dios, pero acudía a las fiestas sin aureola, ni séquito de ángeles. Ponía ante los ojos de la gente otro tipo de virtudes: Sencillez, amable sinceridad, alegría, amistad sin fingimiento. Más tarde, en su predicación presentará las bodas y los banquetes como símbolos del Reino de los Cielos.

Dios, al hacerse hombre, no solamente tomó un alma y un cuerpo. Se encarnó también en las circunstancias de su tiempo.

Podemos entonces descubrir, llenos de gozo, la presencia de Cristo en cada una de nuestras estructuras, más allá de los ámbitos que ordinariamente llamamos sagrados. Dios palpita en el amor humano, que bien sabemos viene de Él. En los aciertos económicos, los descubrimientos científicos, el arte moderno, la ecología, y el turismo.

“El cielo y la tierra proclaman la gloria de Dios”, reza un salmo. Por Jesucristo, el universo entero respira salvación, siempre y cuando no lo profane el hombre.

En resumen, “el Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros”. Y para su proyecto vale aquella frase de un autor contemporáneo: “No hay que dorar el oro, ni perfumar la rosa”.