V Domingo de Pascua, Ciclo B
San Juan 15,1-8: Como la vid y los sarmientosAutor: Padre Gustavo Vélez Vásquez m.x.y.(Calixto)
“Dijo Jesús: Yo soy
la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí, ese da fruto abundante.
Porque sin mí nada podéis hacer”. San Juan, cap. 15.
La Biblia canta las
excelencias del vino que alegra el corazón del hombre y junto al pan, significa
prosperidad. Isaac, al bendecir a Jacob, le desea mucho trigo y abundante mosto.
El vino nunca falta en la mesa judía y ni los pobres están dispensados de beber
cuatro copas durante la cena pascual.
De otro lado la viña, símbolo
del pueblo de Israel, le da ocasión a Cristo para presentarse a sus discípulos
como la vid verdadera. Aquella que ha brotado de una buena cepa. La que da savia
nueva a quienes permanezcan unidos a El.
En la antigüedad la vid se
cultivaba con métodos distintos a los nuestros. Se la dejaba crecer hasta formar
un árbol de numerosos sarmientos. Así entendemos la frase del profeta Miqueas:
“Cada cual se sentará bajo su parra, sin que nadie le inquiete”.
Jesús afirma que son muchas
sus ramas, insistiendo a los discípulos en la necesidad de permanecer unidos a
El. De lo contrario, como ramas inútiles, seremos arrojados al fuego.
Recordamos entonces que la
palabra religión viene del verbo religar. Dios nos creó, pero luego nosotros nos
unimos a El de una forma consciente y duradera. Es una unión existencial, que va
más allá del conocimiento. Invade el corazón e inunda plenamente la vida. San
Agustín en sus Confesiones nos dijo: “Dios es más íntimo a mí mismo que mi
propia intimidad”. Y el Maestro asegura: “Sin mí nada podéis hacer”.
Con el Señor resucitado, dice
un autor, se democratizó la salvación. Hasta entonces pocos habían gozado de
Jesús. Un reducido número había bebido su doctrina, había sentido la presencia
de Dios sobre la tierra. Pero a partir de Pentecostés todos los hombres, de
cualquier color y raza, de toda lengua y tribu pueden experimentar al Salvador.
Permaneciendo unidos a El, como los sarmientos a la vid.
Cuando san Pablo explica todo
esto a los romanos, se vale de otro ejemplo campesino. El pueblo de Israel es un
olivo, al cual le han desgajado algunas ramas, para que los gentiles sean
injertados allí. Así, aunque árboles silvestres, participan de la raíz y la
savia del olivo.
“San Manuel Bueno, Mártir” es
un pequeño libro de Miguel de Unamuno. Cuenta de un párroco de aldea, cuyo
martirio consistió en ejercer celosamente el ministerio, sin fe ninguna en la
vida perdurable. Cada domingo, al recitar con su feligresía: “Esperamos la
resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”, el sacerdote callaba
discretamente, cediendo el paso al murmullo del pueblo.
Muere don Manuel en paz, pero
sin esperanza, escribe Unamuno. Y en seguida “el obispo promueve su proceso de
beatificación, comenzando a escribir su vida, una especie de manual del párroco
perfecto”.
Esta novela nos invita
pensar: Mucha religiosidad exterior y aún buenas obras. Una imagen social
aceptable. ¿Pero permanecemos unidos a la Vid?.