Solemnidad: Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Ciclo B
San Marcos 14,12-16.22-26: El pan de cada díaAutor: Padre Gustavo Vélez Vásquez m.x.y.(Calixto)
“Mientras comían
Jesús tomó un pan, pronunció la bendición y se lo dio a sus discípulos diciendo:
Tomad, esto es mi cuerpo”. San Marcos, cap. 14.
Según Martín Lutero, aquel
pan que pedimos en el Padrenuestro significaba todo lo necesario para un alemán
del siglo XV: Comida, vestido, techo, fincas, salud, un matrimonio feliz, un
gobierno justo. También clima benigno, ni muy frío ni demasiado cálido.
Los cristianos de hoy no
seremos quizás tan ambiciosos. Pero sí le pedimos a Dios cada día el alimento. Y
su alegría, su presencia, su fuerza. Todo aquello que la Eucaristía es y
significa para un creyente. Y además el pan necesario para tantos hermanos que
no lo tienen.
Durante la cena de
despedida, Jesús nos entregó su Cuerpo y su Sangre: “Tomen y coman, esto es mi
cuerpo. Beban todos de esta copa, el cáliz de mi sangre. Hagan esto en mi
memoria”. La Iglesia primitiva comenzó a recordar al Señor, compartiendo
fraternalmente el alimento y también un pan y una copa especiales, como nos
cuenta el libro de Los Hechos.
Los primeros cristianos se
reunían para escuchar la enseñanza de los Apóstoles. Alentaban la comunión
fraterna. Celebraban frecuentemente la fracción del pan. Una expresión que se
refiere a comer en compañía, pero además a la celebración eucarística. Y
finalmente, como herederos de la piedad judía, aquellos discípulos dedicaban
largos ratos a la oración comunitaria.
Esta Fracción del Pan
también se tenía en Corinto, donde san Pablo advierte sobre ciertos abusos. Del
mismo modo en Tróade y en otras muchas comunidades.
La Eucaristía es un signo
que Cristo nos dejó de su presencia. Un signo vivo. No sólo un recuerdo.
Presencia más dinámica que una estatua en la plaza de una ciudad, la universidad
que perpetúa la memoria de un prócer.
Este pan que compartimos en
la celebración eucarística es también fuerza que nos reúne para celebrar la fe,
devolviéndonos luego a la vida ordinaria. A sus cansancios y desconciertos. A
sus alegrías y esperanzas.
Con una fe simple nos
acercamos al Sacramento del Altar y descubrimos bajo unas formas ordinarias a
Jesús resucitado. Está presente porque el amor no soporta lejanías. Pero también
la Eucaristía es menú diario para tantas hambres que padecemos en la tierra.
Este pan y este vino son
además una fuerte convocación a la fraternidad, si cuantos participamos en la
Eucaristía saliéramos decididos a construir comunidades cristianas, vivas y
contagiosas. La primera de ellas, nuestro hogar. Duelen allí tantas ofensas,
silencios e incomprensiones. Golpean allí la ausencia de ternura y la falta de
diálogo.
Pero el Evangelio nos
prohíbe encerrarnos en un pequeño círculo. Con la fuerza de la Eucaristía es
necesario abrazar la sociedad. Comenzando por la manzana que habitamos, el
barrio, en el entorno rural. ¿Será imposible construir una comunión de ideales,
de mecanismos hacia la paz, de progreso en el respeto mutuo y en la
transparencia?
Si presentamos la mano
derecha para recibir el Cuerpo de Cristo, alarguemos la izquierda - la del
corazón- para construir un mundo más justo. Nos duele el alma verificar tanta
violencia. Casi estamos cansados de rogar al Señor de la Paz. Esa paz esquiva
que, sin embargo, podemos tejer con pequeñas puntadas quienes comulgamos el
Cuerpo del Señor.