Los caballeros de la Triste Figura

Domingo II de Cuaresma, Ciclo C

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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“Jesús llevó a Pedro, a Juan y a Santiago a lo alto de una montaña.  Y mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de blancos”. San Lucas, cap 9.     

En el capítulo XIX del Quijote, Sancho Panza nombra a su amo el Caballero de la Triste Figura.  Tan desmerecido y maltrecho había quedado el hidalgo, luego de su enfrentamiento con unos pastores.  

También ese mote nos vendría justo a muchos cristianos de hoy.  Hemos deslucido  notablemente nuestra condición de hijos de Dios, bautizados, miembros de la Iglesia, ciudadanos del cielo. Sin embargo el Señor nos ofrece frecuentes  oportunidades para  transfigurarnos.  

Cuenta san Lucas que Jesús llamó un día a Pedro, Juan y Santiago y subió con ellos a una montaña a orar. No era este monte alguno de aquellos que menciona el Antiguo Testamento, por ejemplo el Sinaí, el Carmelo, el Horeb, o el Moria. La tradición lo señala como el Tabor, una montaña aislada, en el extremo nororiental de la llanura de Esdrelón. Su altura es de 562 metros y en la época de Jesús se cubría apenas de medianos arbustos.

Allá en la cima el Maestro se mostró a sus discípulos, mediante algunos signos: “El aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de blancos. Moisés y Elías, pilares del pueblo escogido en tiempos remotos, se hicieron presentes. Y una voz se escuchó de lo alto: “Este es mi hijo, escuchadle”. Así el Señor quería manifestar quién era Él, ante el anuncio de una próxima muerte en Jerusalén, que había golpeado duramente a los discípulos.

Aquel que parecía el carpintero de Nazaret, se transfigura ante sus amigos más cercanos. Les hace patente su divinidad.

Pero a la vez, estos discípulos también se transfiguraron. San Lucas los describe como unos galileos que allá en la cima se caían de sueño. San Pedro en un arranque emotivo, como todo lo suyo, propone quedarse en la montaña y ofrece hacer tres tiendas, para Jesús  y sus ilustres visitantes.  Ninguna para ellos tres, los apóstoles.

Y aunque Jesús les ordena enseguida guardar silencio, la vida futura de estos afortunados cambiaría definitivamente. Si más tarde el Maestro se duerme en la barca, si en tantas circunstancias aparece como un vecino más, si los judíos lo llevan a la cruz, ellos podrían afirmar, no obstante sus propias debilidades:  Este es el Hijo de Dios.  

El Señor regala esta certeza a quienes tratamos de seguirlo. Lo hace mediante signos que en la Biblia se llamaron teofanías. Manifestaciones de Dios, que toman muchos nombres según nuestras propias circunstancias: Aquella paz que sigue a una confesión bien hecha. Aquella luz, cuando alguien comprende la razón de sus pesares.  Aquella fortaleza que nos llega de pronto, para resolver un problema.  Esa generosidad espontánea que no brota de la propia razón. Aquella seguridad que apoya nuestro corazón dolorido, al sentirnos hijos de Dios. La alegría que el Señor da a tantos enfermos terminales.

Quien se lamenta de nunca haber sentido a Dios en su interior, que revise con objetividad su conducta.  Que evalúe su fe. Que se esfuerce en orar.  Que se desprenda de tantas cosas sin sentido.  Que enmiende sus caminos. O continuará siendo un caballero de muy triste figura. Porque jamás se ha transfigurado.