XVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Juan 6,1-15: Mis cinco panes y mis dos pecesAutor: Padre Gustavo Vélez Vásquez m.x.y.(Calixto)
“Jesús tomo
los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados.
Lo mismo todo lo que quisieron del pescado. Sólo los hombres eran unos cinco
mil”. San Juan, cap. 6.
Jesús es el Verbo de Dios.
Se hizo carne y puso su morada entre nosotros.
Este lenguaje no podía ser
muy claro para la primitiva comunidad cristiana. Por eso San Juan, en sus
primeros capítulos, explica en diversos pasajes quién es Jesús: Aquel que habita
en Dios y ha venido a contarnos las cosas de lo alto.
Se celebraba una boda en
Caná. Cuando escaseó la bebida, Cristo cambio en vino el agua recogida en las
tinajas.
Nicodemo lo busca por la
noche. Jesús le explica que Dios es cómo el viento: "Oyes su voz pero no sabes
de dónde viene ni a dónde va".
Una mujer samaritana le
encuentra junto al pozo de Jacob. Jesús le anuncia que hay otra agua que remedia
la sed para siempre.
Un funcionario real le
ruega por su hijo moribundo. Cristo le responde: "Vete, que tu hijo vive".
Un paralítico lleva muchos
años esperando su curación, junto a la piscina de Betesda. El Señor le ordena
que tome su camilla y se marche.
La multitud que le sigue
tiene hambre. El Maestro multiplica el pan y los peces y todos comen hasta
saciarse.
Detrás de estos
acontecimientos se esconde una lección: Jesús es vida. Ha venido para que
tengamos vida en abundancia. Esa vida multiforme que se parece al vino, al
viento, al agua, a la salud, al movimiento, al pan.
En las relaciones humanas
se dan niveles de intimidad que multiplican la vida: El lenguaje, la cercanía,
el amor. Pero en otro orden y más allá de estas relaciones, se da la intimidad
del alimento. Sólo este llega a ser parte de nuestro ser.
La pedagogía del Señor nos
lleva a asimilar su mensaje.
La multitud que, tendida
sobre la hierba, compartía el pan y el pescado, creyó que el profeta remediaba
un problema inmediato. Sólo después pudo entender que Cristo conquistaba así el
último nivel de intimidad. Y se servía de un signo para hacernos comprender que
El es vida de nuestra vida.
El Cristo que multiplica el
pan y los peces es el mismo Señor que al comienzo del mundo engendró la vida. No
sólo en las esporas que confían al viento su fecundidad. O en el musgo que se
empapa de lluvia y aferra sus yemas a la roca. No sólo en el césped que decide
humildemente florecer, o en el insecto que estrena sus alas, o en los pichones
que se atreven a la próxima rama.
También El sigue creando
vida en la ternura del hijo, en el vigor del joven, en el esfuerzo del adulto,
en la experiencia del anciano.
En nuestro propio cuerpo,
con sus numerosas funciones y sus infinitas maravillas. En nuestra capacidad de
amar, de imaginar, de compendiar en una sola idea todo un largo discurso.
En nuestro instinto para
buscar a Dios, a pesar de nuestras vacilaciones, nuestra oscuridad y nuestros
fallos. En nuestra posibilidad de soñar con una vida perfecta, con una completa
armonía, con un equilibrio total, con una cabal plenitud.