Escándalo en los atrios

Domingo V de Cuaresma, Ciclo C

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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“Los letrados y los fariseos le traen a Jesús una mujer sorprendida en adulterio y le preguntan: La ley de Moisés manda apedrear a las adúlteras. ¿Tú qué dices?”. San Juan, cap. 8.

Es de mañana y Jesús se ha reunido con un grupo de discípulos en los atrios del templo. De repente, un apretado tumulto. Varios hombres traen a empujones a una mujer, la cual es joven y además agraciada. ¡La ley, la ley! es el grito de victoria. Aplíquese de inmediato la ley de Moisés y todo quedará remediado.

Pero ¿quién la ha sorprendido en adulterio? ¿Dónde? ¿Cuándo ocurrió la falta? Es de suponer que muchos de los acusadores conocían ese subfondo de pecado, que se da en todas las ciudades del mundo.

El Deuteronomio y el Levítico ordenaban que el hombre o la mujer, convictos de adulterio debían ser apedreados. Aquí los enemigos de Jesús le preguntan: “¿Tú que dices?”. El dilema estaba bien urdido. Si desea librarla, este profeta descalifica directamente contra la ley. Si aprueba el castigo, no es tan misericordioso como se dice.

Aunque el caso era más teórico que práctico, pues los romanos habían vetado los tribunales judíos para condenar a muerte. Era, sin embargo, una ocasión maravillosa para acorralar al Señor.

El texto señala que Jesús estaba sentado, rodeado de sus discípulos, quizás en la escalinata de piedra vecina al templo, o en tierra sobre un tapete, a la manera de los rabinos. Añade san Juan que permanecía en silencio, escribiendo en el suelo con el dedo. Más que escribir querría significar que se desentendía del asunto. Pero ante la insistencia de escribas y fariseos, levantó la mirada y les dijo: “El que esté sin pecado entre vosotros, que tire la primera piedra”. Una frase que equivalió a un latigazo sobre el rostro de los presentes.

Hay momentos en que en la propia historia desfila ante nuestra conciencia con extrema nitidez. Discurre velozmente sobre una pantalla interior, desnudando nuestra malicia y nuestra necedad.

La reacción inmediata de los presentes fue alejarse, de uno en uno, silenciosamente. San Juan advierte: “Empezando por los más viejos”. ¿Más culpables talvez? O más reflexivos. Jesús queda solo en el lugar y enfrente, aquella joven aterrada y temblorosa.

El Maestro entonces le pregunta con inmensa suavidad: “¿Ninguno te ha condenado?. Ninguno, Señor, responde ella”. Jesús dulcifica todavía más sus palabras: “Tampoco yo te condeno. Anda y en adelante no vuelvas a pecar”.

El Maestro nos ha enseñado, otras ocasiones, sobre el juzgar y el condenar. Es necesario distinguir entre el bien y el mal que realizamos, o realizan los prójimos. Además, las leyes civiles tienen como objetivo defender el bien común. Pero nadie puede condenar definitivamente. Esa es tarea de Dios, quien conoce hasta el fondo los corazones.

De otra parte, Jesús le dice a esta mujer una expresión, que es esencial en el arrepentimiento cristiano. Indispensable en el proceso de nuestra conversión: “En adelante”.

En contraposición con ciertos creyentes de rostro amargado, quienes registran, una y otra vez su vida pasada, con cierta complacencia masoquista.

No debe ser así. San Pablo escribía a los filipenses: “Olvidándome de lo que queda atrás, corro hacia la meta, para ganar el premio al que Dios me llama desde arriba”.