El desquite del Maestro

Domingo de III de Pascua, Ciclo C

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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“Al amanecer Jesús se presentó en la orilla del lago, pero los discípulos no sabían quién era. Él les dijo: Muchachos, ¿tenéis pescado? Ellos contestaron: No”. San Juan, cap. 21.


A través de la historia cristiana, numerosos concilios tuvieron por objeto anatematizar los desvíos doctrinales o morales del momento. En cambio Juan XXIII al convocar el Vaticano II, advirtió expresamente que no pretendía condenar a nadie, sino enrutar la tarea de la Iglesia por más amplios caminos.

Quizás el Papa Bueno recordaba cómo Jesús ajustó sus cuentas con los discípulos que le abandonaron en el huerto. Con Pedro, quien lo había negado de forma vergonzosa.

Unos días después de la resurrección del Señor, el jefe de los Doce, entre cavilaciones y remordimientos, advierte que el grupo necesita provisiones. Entonces se va al lago con algunos compañeros, pero su esfuerzo de toda la noche fue inútil.

Al amanecer, alguien les grita desde tierra: “Muchachos, ¿tenéis pescado?” Ninguna pregunta tan impertinente, mucho más para pescadores a quienes les cuesta reconocer sus fracasos. Sin embargo, respondieron con sinceridad: “Nada”. El desconocido los invita entonces a echar las redes a la derecha. Una indicación sin contenido político o religioso, que más bien pide una sintonía con el desconocido de la orilla.

San Juan, quien escribe muchos años luego de lo ocurrido, anota que esa mañana Pedro y sus compañeros cogieron ciento cincuenta y tres peces grandes. Y aún así no se rompió la red.

Ante aquella pesca sorpresiva, los discípulos haciendo memoria, comprenden quién los había llamado desde la playa. “Es el Señor”, dice entonces san Juan. Y Pedro, el hombre de los extremos, se echa de inmediato al agua. No siente miedo de ponerle la cara al Resucitado, a pesar de su reciente historia.

Nunca sabremos qué actitud tuvo Jesús al recibir al jefe de los Doce. ¿Qué le diría el apóstol?. ¿Qué diría el Señor?. Ese misterio de una reconciliación desmesurada nadie lo ha descrito en palabras.

Cuando llegan los demás con la barca llena, el Maestro nada les reprocha. En cambio les ofrece pescado asado a las brasas y pan. Entonces los ojos de los discípulos terminaron de abrirse.

Enseguida Jesús rehabilita generosamente a Pedro. Podría haberlo despedido de buenas maneras, alegando una falla estructural en aquel hombre escogido como cimiento de la Iglesia. Pero no. Dios se desquita de nosotros usando más que la severidad, la medicina de la misericordia.

Decía Juan XXIII, al inaugurar el Vaticano II. “La Iglesia quiere mostrarse madre con todos, benigna, paciente, llena de bondad para todos los hombres”.

Y cuando los discípulos esperaban su relevo, Jesús confirma Pedro en su oficio, luego de una pregunta dolorosa: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?”. Pregunta repetida tres veces, como lo fue antes la negación.

Aquí la sinceridad de Pedro se desborda: “Señor, tú sabes todo, tú sabes que te amo”. Una respuesta, que a muchos ha servido para desnudar nuestro corazón ante Dios.

Y el Maestro le confía nuevamente al apóstol ese rebaño inicial de su Iglesia: “Apacienta mis ovejas, apacienta mis corderos”. Algún comentarista traduce para nosotros: “De aquí en adelante, Simón Pedro, con la ruda experiencia de tu fragilidad a cuestas, pero empapado en mi cariño sanador, vas a cuidar mis ovejas y mis corderitos”.