XXIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 10, 35-45: Así nos revelamos

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez  m.x.y.(Calixto)

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“Los hijos del Zebedeo, Santiago y Juan le dijeron a Jesús: Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda. Jesús replicó: No sabéis lo que pedís”. San Marcos, cap. 10.

Detrás de la espontánea llaneza de los evangelistas, podemos adivinar el carácter de cada personaje que comparte la historia de Jesús.

Pedro es franco y precipitado. Sin haber calibrado sus fuerzas, le promete a Jesús no abandonarlo nunca. En el huerto de los olivos, saca inmediatamente una espada para atacar al criado del pontífice. Nicodemo es reservado y cauteloso. Busca a Cristo de noche. La mujer de Samaria posee una escondida sinceridad que le permite comunicarse a fondo con Jesús. Zaqueo, aunque metido en negocios no muy limpios, tiene un alma de niño, inquieta y generosa, que se revela durante aquel banquete.

Y los dos hijos del Zebedeo, amigos y seguidores de Cristo, se muestran interesados y ambiciosos: "Señor, concédenos sentarnos en tu gloria, uno a tu derecha y otro a tu izquierda".

¿Será, pues, imposible seguir a Cristo con absoluto desprendimiento?

Es imposible. Todos somos interesados: El profesor y el estudiante, el publicista y el corredor de bolsa, el avaro y el prodigo, el perezoso y el vagabundo, la mujer frívola y la religiosa de clausura, el drogadicto, el asceta y el suicida.

Todos buscamos algo más, perseguimos un más allá, un pasado mañana, la montaña de enfrente, alguna tierra prometida donde se esconde -o donde dicen que se esconde- la dicha.

¿Y el que se esfuerza por ser desinteresado? Pretende desapegar su corazón de bienes relativos, o aparecer ante la gente cómo altruista y generoso. Pero persigue un interés.

Confesemos entonces llanamente nuestros intereses. Somos humanos. Seres en camino y en búsqueda.

No es pecado aguardar el salario cada tarde, soñar con la cosecha, esperar la alborada, desear que vuelva el sol después de tantas tempestades.

Pero a veces son tan pequeños e inconfesables nuestros intereses que hay razón para ocultarlos.

No hemos aprendido a ser ambiciosos de verdad: A codiciar, después de todas las migajas que regala la vida, la plenitud de Dios.

"Mira, papá, ésta soy yo", decía una niña, estampando la mano sobre la página blanca de un cuaderno.

Porque nuestras manos nos retratan. Ellas cuentan qué hacemos, por qué lo hacemos, cómo lo hacemos. Es decir identifican nuestros intereses y con ellos los rasgos de cada personalidad.

Así nos revelamos: Cuando bendecimos la mesa, cuando aramos la tierra, o escribimos una carta, cuando saludamos, acariciamos, curamos una herida, tallamos la madera, podamos un árbol.

Enseñémosle a nuestras manos a plasmar el futuro, a organizar el mundo, a manejar las herramientas de la paz. Pero además a golpear el corazón de Dios, es decir, a llamar a la puerta de los cielos.