XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 10, 46-52: El hijo de Timeo

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez  m.x.y.(Calixto)

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“Bartimeo, el hijo de Timeo estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar”... San Marcos, cap.10. 

“Dale limosna mujer, que no hay nada como la pena de ser ciego en Granada”. Así se lee en un rincón de La Alambra. 

Bartimeo, también ciego, estaba sentado junto al camino. Para él no existían ni la luz, ni los colores. Se orientaba tal vez por las voces y el ruido, y tendría un bastón gastado y nudoso para medir los pasos. No había otra solución a su problema sino estarse allí y depender ciegamente de los demás. 

¿No seremos nosotros muchas veces como el hijo de Timeo?

Nada vemos de las cosas de Dios. Nos doblega una pobreza de actitudes cristianas. Así el obrero que cada semana se refugia en la embriaguez. L esposa cuyo único aliciente son el juego y salón de belleza. El adolescente que busca ahogar sus tensiones en el vicio. El cónyuge que comienza a destruir el amor. La joven que no advierte el abismo en que se hunde con la droga. El empresario que lesiona los derechos ajenos. El funcionario público que se deja sobornar...  

Pero un día Bartimeo oyó hablar de Jesús. Más aún, sintió que llegaba precisamente por su camino, entre el tropel de la gente. Y comenzó a gritar, aunque  muchos le reñían para que callase. 

Qué bueno gritarle a Dios alguna vez, cuando nos abruma el cansancio de vivir, en los ratos de insomnio donde no vemos nada sino nuestra miseria. Qué bueno llamar al Señor desde lo hondo del pecado, cuando el remordimiento nos aterra. Cuando todo es absurdo y nosotros une estorbo para los que amamos.  

Jesús entonces se detiene. Se detiene y nos llama. Y nosotros, como Bartimeo, soltamos el manto del mal que nos envuelve y de un salto, nos acercamos al Señor que nos cura y nos salva. 

Ese día todo cambia.  Es la comunión de nuestra vida con la luz. Empezamos a ver todas las cosas desde una inocencia recuperada. El mundo aparece más limpio. Los de casa más capaces de amor y de alegría. Nosotros mismos ya no estamos atados a una continua frustración y saltamos de gozo porque nos ilumina la esperanza. 

Ese día, la comunidad que nos rodea se convierte en el lugar donde el Hijo de Dios viene a nosotros por el mismo camino polvoriento.