XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 10, 46-52: Un ciego que sabía saltar

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez  m.x.y.(Calixto)

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“Al salir Jesús de Jericó, el ciego Bartimeo que estaba sentado junto al camino pidiendo limosna, empezó a gritar: Hijo de David, ten compasión de mí”. San Marcos, Cáp. 10.

 

Dos escenarios principales tuvo Jesús durante su vida pública: Cafarnaún y Jericó. El primero, centro comercial situado a la orilla del lago, donde encontró a Mateo en su oficina de impuestos, para invitarlo al grupo de Los Doce. La ciudad poseía una amplia sinagoga, visitada por Jesús muchas veces. El segundo, llamado “la ciudad de las palmeras” en el Deuteronomio, ya existía unos 5.000 antes de Cristo, sobre un fértil oasis cercano al Mar Muerto. En tiempos de Jesús, la ciudad había sido reedificada por Herodes el Grande. En Jericó vivía Zaqueo, jefe de publicanos, un hombre de baja estatura, que quiso a toda costa conocer a Jesús. También la parábola del buen samaritano cita a esta ciudad, como destino de aquel viajero, despojado por unos salteadores.

Las precisiones del relato sobre el ciego, curado por Jesús en Jericó, sólo un testigo ocular pudo aportarlas. Lo hizo tal vez san Pedro, de cuyos recuerdos brotó el texto de san Marcos. El evangelista nos presenta a Bartimeo, hijo de alguien quizás muy conocido en la población, llamado Timeo. Era invidente y sentado al borde del camino, pedía limosna. Cuando oyó que pasaba el Nazareno, cuya fama corría, comenzó a gritar: “Hijo de David, ten compasión de mí”. Muchos lo regañaban, pero él no hacía caso.
Jesús se detiene y dándole importancia, pide que le acerquen al ciego. Entonces, quienes le reprendían lo tratan de modo positivo: “Ánimo, levántate que el Maestro te llama”. Y aquí la historia se vuelve dramática: El ciego suelta el manto, da un salto, y llega hasta Jesús. El no ve, pero se arriesga a saltar. Tal vez el Señor iba de prisa. Por lo cual sana al enfermo sin mucha ceremonia, luego de un breve interrogatorio: - “¿Qué quieres de mí?”. - “Señor que yo vea”, dice el invidente. - “Anda, tu fe te ha curado”, le responde el Maestro. El cambio de aquel hombre fue inmediato: “Al momento recobró la vista y seguía a Jesús por el camino”.
A la entrada de un cementerio rural, alguien grabó entrelazadas las palabras Fe y Luz. Quiso expresar que la fe actual nos lleva a esa próxima luz que, en idioma cristiano, llamamos eterna. Bartimeo lo podría explicar a sus amigos y parientes, desde su personal experiencia. No creer es igual a estar ciego. Aceptar a Jesús como Hijo de David, Hijo de Dios para nosotros, equivale a contemplar todas las cosas, bajo otra luz admirable. En el caso de Bartimeo los teólogos, con su lenguaje usual, distinguirán entre fe antecedente y fe consecuente. Algunos creen porque ya han visto signos: El hijo ha regresado sano a casa. Un familiar enfermo se curó. Nuestro matrimonio pudo vencer la crisis. Superamos aquel vicio que nos dominaba... La fe se ha transformado en gratitud. Pero también existe otra etapa, como la fe anterior de Bartimeo. Aunque seguimos mendigando entre las sombras, hemos oído hablar del Señor. Y un buen día comenzaremos a gritar. Incluso daremos un salto para ponernos delante de Él. Y le diremos con inmensa confianza: Maestro, que yo pueda ver.