El amor de los amores

Domingo de V de Pascua, Ciclo C

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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“Dijo entonces Jesús: Hijos míos, os doy un mandamiento nuevo. Que os améis unos a otros como yo os he amado”. San Juan, cap. 13.

Tiene el hebreo una forma gramatical para encarecer las ideas, verbigracia: Dios de los dioses, señor de los señores, cantar de los cantares. Podríamos entonces afirmar que Jesús nos ordenó amarnos con el “amor de los amores”.

Aunque extraña que el Señor llame nuevo a este mandamiento. Ya lo enseñaba la tradición judía, depurando en cierto modo aquel “Ojo por ojo, diente por diente”, presentado por la Ley del Talión.

Sin embargo, son varias las razones por las cuales el Maestro llama nuevo este precepto: En el Antiguo Testamento, el amor se fundaba en la unidad de sangre, la esperanza de un premio, la necesidad de convivencia. El amor cristiano se basa simplemente en esto: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que tenga vida eterna”. Un amor que nosotros hemos de traducir en nuestras actitudes diarias.

Los rabinos habían desfigurado el mandamiento con numerosas salvedades. Por el contrario, el amor enseñado por Jesús es un amor desnudo, sin condiciones. Un amor hasta el extremo, a ejemplo de quien dio la vida por nosotros. Un amor que nos viene de lo alto. Amor sin límites, como repite san Pablo en el himno de la caridad.

El Señor, al despedirse de los suyos, desea recalcar el contenido de su mensaje. Añade entonces: “La señal por la cual conocerán que sois discípulos míos, será que os améis unos a otros”.

Por lo tanto una Iglesia donde la gente que no se quiera, es un grupo herético, una secta, una caricatura de la comunidad que quiso Jesús. La gran Babilonia, como algunos nos señalan.

Cuando decimos Iglesia nos viene a la mente la jerarquía: El papa, los obispos, los sacerdotes, a quienes contemplamos en solemnes celebraciones. Su investidura les exige custodiar la sana doctrina, la correcta liturgia. Pero el evangelio los obliga además a mantener vivo el corazón, para amarse y perdonarse mutuamente con sinceridad. Para proyectar un amor real y efectivo hacia todos, especialmente hacia los más necesitados.

También entendemos por Iglesia todo el pueblo de Dios. A nosotros los cristianos de a pie nos toca hacer brillar la caridad, cultivando unas relaciones humanas primarias. Las que se motivan por lo que somos. No únicamente por lo que hacemos, o tenemos. ¿Pero sí resplandece en todos nuestros ámbitos ese amor nuevo que enseñó el Maestro. ¿O más bien priman el interés, la competencia, cuando no el odio y la venganza?.

A veces entre los pobres y sencillos se hace patente ese amor del mandamiento nuevo. Cuando el grupo se reúne para enjugar una pena, para remediar una tragedia. Para compartir desde sus carencias. Igualmente aquellas celebraciones, donde signos muy toscos hablan con lenguaje vibrante de un Dios Amor.

El amor verdadero es siempre un sacramento de Dios: Algo visible que nos revela a Alguien invisible. Lo es con mucha propiedad la Palabra y de modo preeminente la Eucaristía. Pero con fuerza indiscutible, la caridad. A través de toda actitud de amor Dios se nos manifiesta. Un Dios que es amor sustancial y que tiene la costumbre de hacerse sentir en pequeñas y ordinarias circunstancias.