Cara o sello

Solemnidad de la Ascensión, Ciclo C

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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Jesús sacó a sus discípulos hacia Betania y mientras los bendecía, se separó de ellos, subiendo al cielo. Ellos regresaron entonces a Jerusalén”. San Lucas, cap. 24.

Algunos artistas y también ciertos escritores sagrados, nos presentan la Ascensión del Señor desde un ángulo muy negativo. Resaltan la orfandad de los discípulos, su desconcierto, cuando Jesús desaparece entre las nubes. El reproche de unos “hombres vestidos de blanco” que les dicen: “¿Qué hacéis allí mirando al cielo?”.

San Lucas, por el contrario, nos muestra la otra cara de la moneda: “Ellos se volvieron a Jerusalén con gran gozo y estaban siempre en el templo, bendiciendo a Dios”.

Poco a poco las primeras comunidades cristianas fueron entendiendo el porqué de aquella ausencia del Señor. Era el final de un programa de salvación, iniciado en Nazaret, cuando Dios se hizo hombre. Ahora sube “a los cielos y está sentado a la derecha del Padre”, como rezamos en el Credo. Este acontecimiento ofrece entonces maravillosas consecuencias: Si el Señor Jesús, cabeza de la humanidad, ha triunfado, también un día nosotros triunfaremos con Él. Quienes vamos de camino por la tierra, dice la liturgia del día, “nos sentimos atraídos por una irresistible esperanza hacia donde Él nos precedió”.

Otra enseñanza, tomada de la carta a los Efesios, refuerza esa dimensión positiva de la Ascensión: “Cristo al subir al cielo, llevó cautiva nuestra cautividad”. La frase alude al triunfo de los guerreros de aquel tiempo. Regresaban cargados de tesoros, llevando cautivos a sus enemigos.

La Ascensión de Cristo a los cielos reafirma entonces que no somos ciudadanos de esta tierra. Una suerte feliz, una existencia en libertad, nos aguardan más allá de allá del tiempo y de la muerte.

Esa vida futura se apoya además en aquella palabra de Jesús: “Quien cree en mí tiene vida eterna y yo le resucitaré en el último día”.

Tradicionalmente tal expresión se entendió refiriéndola al final físico del universo. Sólo cuando esta maquinaria admirable se descomponga en la nada, el Señor nos llamaría del sepulcro, para gozar con Él eternamente. Pero algunos teólogos explican el tema de otro modo: Según la ciencia, nuestro sistema solar que es apenas el mínimo rincón de una galaxia, entre miles y miles que pueblan el espacio, se va degradando paso a paso. Y algún día colapsará por desgaste, o a causa de algún cataclismo. Ciertos sabios se atreven a prever que esto podría ocurrir dentro de unos 6.000 millones de años. Por todo ello, hemos de entender ese día postrero, como el último de nuestra peregrinación mortal.

Todo esto alienta, al ritmo de la fe, nuestra firme esperanza del cielo. Pero una esperanza que no reniega de la vida presente, ni rechaza la felicidad relativa que nos regala este mundo. El novelista francés Bernanós dejó escrito: “Cuando hayamos muerto, contadle a la tierra que la hemos amado más de lo que nunca nos atrevimos a confesar”. Porque el ansia del cielo no desprecia, ni menos aún sataniza nuestros afectos temporales. Más bien los purifica, les da sentido. Los estimula.

El Talmud, dado a veces a las exageraciones, enseña: “Una hora de felicidad en el otro mundo vale más que toda la vida de acá abajo, pero una hora de buenas acciones aquí abajo vale toda la felicidad del otro mundo”.