III Domingo de Adviento, Ciclo C.

San Lucas 3,10-18: Del dicho al hecho

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez  m.x.y.(Calixto)

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 “En aquel tiempo la gente preguntaba a Juan: ¿Entonces qué hacemos? El contestó: El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene. Y el que tenga comida, haga lo mismo”. San Lucas, Cáp. 3.

 

Cuando la fe resuena en el área de nuestros sentimientos se producen variados fenómenos, no del todo ajenos a los planes de Dios. Porque todos los creyentes necesitamos paz, alegría, seguridad, confianza. Sin embargo puede darse una adhesión a Dios madura y profunda, desde una sequedad interior, desde una torturante penumbra. De lo cual dan fe los grandes santos.

Pero a la vez, esa alianza con el Señor exige un cambio en nuestra conducta personal. Así lo predicaba el Bautista, en la ribera del Jordán: Cuando le preguntan: Si el Mesías está cerca y tú nos invitas a convertirnos, ¿entonces qué hacemos? Juan les contesta: “El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene. Y el que tenga comida, haga lo mismo”. A quienes recaudaban el tributo para los romanos les dice: “No exijáis más de lo establecido”. Igualmente advierte a los soldados que a nadie extorsionen, contentándose con su paga.

Aplicando esta enseñanza del Precursor a nuestra vida, comprendemos que celebrar la Navidad es algo más allá de lo emotivo y romántico. No ha de quedarse únicamente en sentidas liturgias y vistosos signos. Debe producir un cambio interior, reflejado luego en actitudes concretas.

Dios hubiera podido asomarse a las ventanas del cielo, para declarar que nos ama infinitamente. Se habría estremecido entonces el Tabor, la llanura de Sarón habría saltado de gozo. Más limpia estaría la nieve del Hermón y las aguas del Genesaret más trasparentes. Pero no. El Hijo de Dios hizo cosas más simples, cercanas a nuestra pequeñez: Escogió a una Virgen nazarena y nació en Palestina en tiempos del rey Herodes, como un niño más entre un pueblo humillado. Luego empleó toda su vida haciendo el bien y curando a los afligidos por diversas dolencias. Nos enseñó a amar a Dios como a un Padre y a servir generosamente a nuestros hermanos.

Vale entonces la pena examinar la proyección práctica de nuestra Navidad, que a los discípulos de Cristo ha de hacernos trasparentes, justos y comprometidos con el bienestar de todos. El arcángel Rigel, agobiado de cansancio, se durmió aquella tarde sobre un rizado cúmulo. Demasiado fatigosos habían sido los ensayos del “Gloria in Excelsis” por los ejidos de Belén, mientras un serafín ubicaba los sitios donde velarían los pastores. Dos ángeles se quedaron afónicos y otro más extravió su flauta entre los espinos. Entonces Rigel tuvo un sueño: Apenas María acunó al Niño sobre el pesebre, todo el universo comenzó a ser distinto: “La tierra estará llena de Dios, como cubren las aguas el mar”, había escrito Isaías.

Y el arcángel contempló desde la altura algo insólito: Ningún mortal, a excepción de los historiadores, conocía la palabra violencia. Sobre las minas que antes acechaban los caminos, habían germinado rosales. Los guerreros entregaban sus armas a los museos. Los potentados recortaban gustosamente sus lujos, para compartir con todos, educación, techo y pan. Ningún niño se quedaba sin cariño y sin juguetes. Y el bienestar se había vuelto un clima obligatorio sobre todos los horizontes.

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